Un chileno escéptico retorna al judaísmo

01/07/2025

3 min de lectura

Un joven que se alejó del judaísmo descubre su significado años después.

De niño, me negaba a estudiar hebreo. “¿Para qué sirve?”, decía.

Veía esas clases como algo ajeno, forzado, sin sentido. Sentía lo mismo respecto al judaísmo: una carga, una tradición sin alma.

No quise hacer mi Bar Mitzvá a los 13 años. Me cerré. Me burlé. Me alejé.

Pero no fue por maldad. Fue cuestión de carácter. Porque soy pragmático, porque me gusta cuestionar, entender, desafiar.

Siempre he sido así: me impulsan las metas difíciles, las ideas que resisten, las cosas que no llegan fácilmente. Y en ese momento, no le veía el sentido.

Un lento despertar 

Al terminar la escuela, algo comenzó a despertarse en mí.

Por curiosidad, vacío o destino, no lo sé, empecé a leer la Torá. En silencio. Escondiéndome del cinismo.

Poco a poco, ese texto antiguo empezó a hablarme. Sin imponer. Sin exigir. Sólo susurrando verdades eternas.

Y a los 19, por decisión propia, hice mi Bar Mitzvá.

Desde entonces, poco a poco me fui volviendo más observante. No de golpe. Asumí las mitzvot que mi alma me pedía, cuando me sentía listo.

Ahora entiendo el proceso: cada mitzvá tiene su sentido y su momento. Nada es forzado. Todo llega cuando debe llegar.

El hebreo, el idioma que antes rechacé, se convirtió en un tesoro.

Con la Aliá, al mudarme a Israel, se volvió necesario, sí, pero después me enamoré de él. De su profundidad, su poesía, su precisión espiritual.

Ariel con sus hijos

Hoy hablo hebreo con fluidez, y también lo hablan mis cuatro hijos. Cada vez que lo escucho, siento que toco la raíz de mi identidad.

Y entendí algo más: la comunidad judía es la familia extendida. Esa misma comunidad que antes me parecía pequeña, aburrida, que me hacía querer cambiar de escuela… siempre estuvo ahí. Siempre abierta. Siempre perdonando. Siempre recibiendo.

Mi padre, un joven sobreviviente de Hungría

Y lo entendí aún más profundamente al conocer la historia de mi padre. Él llegó a Chile desde Hungría a los 13 años.

No sabía nada: ni el idioma, ni el país, ni el futuro. Llegó con su hermano mayor, que tenía 17.

Fue la comunidad judía de Santiago la que avisó a una mujer justa que, al enterarse de que había llegado un niño judío solo, lo acogió como propio. Lo crió con amor, con firmeza, con dignidad.

Su hermano mayor, aunque no fue criado por ella, también fue bien recibido por la comunidad, que le dio trabajo, apoyo, pertenencia y herramientas para empezar de nuevo.

Con el tiempo, ese mismo hermano educó a sus hijos (mis primos) dentro de la comunidad, transmitiéndoles lo que él mismo había recibido: pertenencia, identidad y un futuro.

Todo esto, cada parte, es una manifestación del alma judía: acoger al extraño, cuidar al solitario y transformar el exilio en hogar, el abandono en hermandad.

Mi padre fue un hombre de profunda fe. Ni los nazis ni los comunistas pudieron apagar esa chispa. La avivaba suavemente cada día, con constancia.

No era un judío observante, porque la guerra, el Holocausto y el dolor lo habían alejado de la práctica. Pero su fe y su amor por Dios eran eternos, silenciosos, profundos, inquebrantables.

Y aunque no podía expresarlo mediante la plegaria, cumplió la mitzvá más importante de todas: transmitió el judaísmo con fuerza, amor y dignidad a sus hijos y nietos. Continuó la cadena. Sostuvo el alma de nuestro pueblo.

Hoy soy un judío observante no sólo por mí, sino por él, y por los judíos húngaros cuya fe fue violentamente interrumpida. Practico lo que ellos no pudieron hacer. No por culpa, sino por gratitud y honor.

Ahora, el camino que forjó mi padre continúa. Con humildad, con amor, con aprendizaje constante.

Y con una certeza inquebrantable de que no estoy solo. Tengo una familia. Una comunidad. Un idioma que canta desde mis raíces. Un Dios que nunca me cerró la puerta.

Y una chispa que sigue viva… porque fue cuidada con amor. Y porque ahora me toca a mí darle vida cada día.


A mi padre, Andrés Markovits, de bendita memoria, que, sin rituales ni apariencias, vivió con fe eterna.
A mi abuela, Margarita Izsak (Manci), de bendita memoria, quien educó con amor al hijo de otra madre judía como si fuera suyo, y que nos amó como si fuéramos sus propios nietos.
A su hermano, Alejandro Markovits, z”l, quien fue acogido por la comunidad y luego la ayudó a crecer con su dedicación.
A todos los judíos húngaros que no pudieron dejar su legado. Hoy lo llevamos adelante, con luz, con vida, con continuidad.

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Alvaro
Alvaro
4 meses hace

Hermoso testimonio

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