Un regalo inesperado

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Yo era un verdadero dolor de cabeza para la mayoría de los maestros. Pero a un rabino le importó de verdad lo que yo pensaba.

La secundaria es traumática como la guerra; puede perseguirte por muchos años, incluso si eres uno de los afortunados que salieron ilesos. Y esto es especialmente cierto respecto a mi secundaria judía, en la cual había muchísima competencia académica y material.

Mi táctica de supervivencia era simple: pasaba la menor cantidad de tiempo posible en clases; prefería quedarme rondando por los pasillos o leyendo en la biblioteca. Y cuando iba a clases, interrumpía constantemente con bromas. A pocos maestros les importaba lo suficiente como para acercarse a mí y ayudarme a cambiar; la mayoría simplemente me echaban con una nota de castigo.

Y esta actitud se veía acentuada cuando se trataba de las materias judías, las clases que más odiaba. ¿Cuál era el sentido de romperme la cabeza por aprender un idioma anticuado y arcaico, sobre personas que hace mucho que estaban muertas o por descifrar la geografía de lugares que ahora sólo existían bajo tierra? Nadie nunca me explicó por qué estábamos aprendiendo esas cosas —ciertamente nadie mencionó alguna vez la palabra "Dios"—, y todo el ejercicio parecía un castigo que mis padres me habían impuesto para asegurarse de que algún día me casaría con un agradable doctor judío (aunque no estaba segura de por qué eso era tan importante). A menudo colocaba los altos y amarillentos volúmenes del Talmud de forma vertical en mi escritorio para poder dormir detrás de ellos sin ser perturbada.

Había sólo una clase a la que iba regularmente: Naví, en la cual estudiábamos a los reyes y profetas de Israel. No era la materia la que me mantenía en mi asiento cada día, sino nuestro maestro, Rav Kavon. Él era uno de esos maestros que se toman las cosas en serio y que no creen en las segundas oportunidades (o terceras, o cuartas…). Pese a que tenía unos cuarenta años, tenía el aspecto de un hombre mayor, con hombros encorvados y pantalones subidos hasta el pecho en varios tonos de beige. Sus rizos grises formaban una apretada e inmóvil esponja; tenía una nariz larga y puntiaguda, y sus ojos —agudos y firmes— me perforaban directamente y me hacían sentir como que él podía escuchar mis pensamientos.

A diferencia de los otros maestros, quienes preferían mis ausencias a mis interrupciones en clase, Rav Kavon me obligaba a sentarme adelante con mi escritorio pegado al de él. Su cara no estaba a más de 1 metro de la mía durante los 39 minutos que duraba la clase.

Y por alguna extraña razón, él me pedía muchas veces que leyera en voz alta, que respondiera preguntas, me preguntaba mi opinión sobre lo que habíamos leído, etc. Era como si él creyese en realidad que yo tenía una opinión.

Un día decidí que ya había tenido suficiente de profecías mesiánicas, de batallas y de derramamiento de sangre, por lo que decidí pasar mi clase de Naví —y el resto de la tarde— en la biblioteca con una copia de Anna Karenina. A pesar de la intranquilidad que sentía porque Rav Kavon se enojaría conmigo, pensé que si iba al día siguiente con la tarea hecha entonces él lo dejaría pasar.

Al día siguiente, pasé la hora de almuerzo leyendo en la parte trasera del auditorio. Cuando sonó la campana, junté mis cosas y me dirigí hacia la puerta.

Rav Kavon estaba al otro lado, esperándome.

"No viniste…". Su voz se quebró. Entonces me miró directamente, de forma implorante, como diciendo: “¿No sabes lo que te estás perdiendo?”.

En el segundo en que lo vi me armé de valor para intentar desviar su embestida con una rápida excusa por mi ausencia. Pero la mirada que había en su cara no me dejó hablar. Lo que vi no era enojo, sino tristeza; era como si alguien lo hubiera herido profundamente. No podía imaginarme qué podía haber pasado.

"No viniste…", me dijo silenciosamente. Su voz se quebró, como si estuviera a punto de llorar. Entonces me miró directamente, de forma implorante, como diciendo: “¿No sabes lo que te estás perdiendo?”.

Me quedé sin palabras. Mi cabeza se vació de excusas, como el agua de una jarra, y quedaron adentro sólo pensamientos de remordimiento.

—Lo… lo siento —fue todo lo que pude decir.

El asintió.

—Te veré en la clase.

Asentí de vuelta.

Mientras lo observaba marcharse por el pasillo, me vino un inesperado pensamiento: “Quizás hay más en esto de lo que yo creo que hay”.

Si Rav Kavon se hubiese acercado a mí con rabia, sólo hubiera logrado alejarme más, como la mayoría de los otros maestros habían hecho y como casi todo el mundo que conocía había hecho, ya que actuaban como si ser judíos fuera solamente algo que ocurrió —como tener ojos verdes o ser australiano— pero que no impactaba realmente en la forma de vivir el día a día. Si él me hubiese tratado como si yo fuese otra niña problemática, yo nunca habría intentado analizar más profundamente lo que él estaba tratando de enseñarme.

Pero él no lo hizo. Con tan sólo unas cuantas palabras, Rav Kavon me comunicó que había un tesoro escondido y que yo tenía un mapa que me ayudaría a encontrarlo. Derrocharlo sería un gran desperdicio.

Pasó mucho tiempo hasta que la semilla que él plantó dio frutos, pero yo nunca olvidaré ese breve encuentro que tuvimos en el pasillo.

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Bailando con la Torá

Varios años más tarde volví a recordarlo, esta vez en Simjat Torá (que es cuando los judíos se reúnen para celebrar el término del ciclo anual de lectura de la Torá). Toda nuestra congregación se había reunido para sacar los rollos de la Torá del arca y bailar con ellos. En medio de los participantes, vi a mi hijo de dos años que estaba sobre los hombros de su padre, estirándose alegremente para besar la Torá cuando pasaba. "Torá", gritaba él, haciendo reír a los hombres que lo rodeaban.

Mientras miraba, una mujer se acercó a mí con sus ojos llorosos.

—Mirar a tu hijo besar la Torá me hace llorar —dijo ella.

"Mirar a tu hijo besar la Torá me hace llorar".

Entonces ella tomó mi mano.

—Yo no nací judía —continuó diciendo—. Fui criada como cristiana y crié a mis hijos como cristianos. Pero con el pasar de los años, conocí la belleza del judaísmo y me di cuenta que tengo un alma judía. Mi familia se ha unido a mí e incluso vienen al shul conmigo. Pero me di cuenta demasiado tarde como para criar a mis hijos con la Torá.

Luego ella miró a mi hijo, a quien su padre levantaba en lo alto por entre los rollos de la Torá danzantes, y me dijo:

—Te han dado un regalo tan precioso.

Sus palabras me conmovieron; yo sabía que tenía razón en más formas de las que ella misma se daba cuenta. Pero si no fuera por Rav Kavon, yo probablemente habría rechazado el regalo. Ahora soy lo suficientemente afortunada de poder pasarlo a mis hijos.

Por eso, siempre estaré agradecida.

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