Un tiempo para llorar

11/08/2024

5 min de lectura

Sólo las lágrimas pueden abrir las puertas del Cielo.

La cámara atrapó una "escena callejera" típica de la Polonia devastada por la guerra. Captó el cambio irreversible en la vida de un niño y en las vidas de los jóvenes que lo rodeaban.

El niño tiene unos seis años, está de pie con su pequeño abrigo y su gorra, los brazos levantados en un gesto de rendición mientras los soldados nazis le apuntan con sus armas a la cabeza.

El contraste entre sus ojos, en los que se ha extinguido toda esperanza, y los de sus captores, que parece que su próxima parada sería una película o un café, quedó impreso en mi memoria.

Vi esa foto cuando yo misma era una niña y parece que ha formado parte de mi vida desde que tomé conciencia de que el mundo no comenzó conmigo. Me encontré examinando esa foto una y otra vez. El paso de los años no logró mitigar el dolor que me provoca, ni la repulsión simultánea que siempre me lleva a cerrar el libro.

Esta es una de las tantas fotos del Holocausto, en las que el contraste entre la muerte y la vida se reduce a un horror casi ceremonioso. Me sentía atormentada por las imágenes de personas a las que nunca conoceré, pero que no obstante me parecían terriblemente reconocibles.

Los ojos del niño

En los ojos del niño de la fotografía se refleja la imagen del ángel de la muerte que se acerca. Sin embargo, para mí, la mirada en los ojos de los hombres que lo rodean es mucho más espantosa. A ellos no les importa, podrían estar haciendo cualquier cosa. Su normalidad es mucho más chocante que el terror del niño.

Mi propio deseo de dejar que mis ojos y los de ese pequeño niño anónimo se encuentren no es consistente. Lo deseo, pero a la vez lo evito. El anhelo de cielos azules, sabores y texturas familiares y sobre todo de la calidez de la risa es el factor que me motiva a evitar su mirada.

La mirada de normalidad de los nazis es mucho más chocante que el terror del niño.

Quiero seguir evitando la permanencia del espanto que redefinió un par de ojos que no pudieron ver el mundo durante más que seis años. Su presencia puede invadir mi vida con demasiada crudeza y hacer que mi risa suene metálica y mi deseo de placer se sienta burdo. Sobre todo, no quiero llorar.

Sin embargo, llorar no siempre es malo. El Zóhar nos dice que "el dolor y la miseria que hacen brotar lágrimas de nuestros ojos abren todas las puertas. Aquellos que han sido designados para cerrarlas [los ángeles creados por los fracasos humanos] abren las puertas de par en par y llevan las lágrimas ante el Rey Sagrado".

Entonces, ¿quién cierra las puertas? ¡Nosotros! Nuestros ojos están secos. Seguimos siendo insensibles y protegiéndonos a nosotros mismos. Tenemos miedo de enfrentar la crudeza de la vida.

La vida, incluso en el nivel biológico más simple, se define por lo menos parcialmente por el crecimiento. Hay muchos obstáculos que nos impiden avanzar hacia donde sea que nos lleve nuestra travesía, y el más grande somos nosotros mismos. Nuestros egos pesados y nuestros insaciables deseos parecen bloquearnos en cada esquina. No hay un Satán que nos acuse, ni un diablo que nos envíe al infierno. Nuestra falta de crecimiento es sólo por nuestra culpa. Nos sentenciamos a nosotros mismos a la peor condena: la aburrida y tediosa mediocridad.

Abrir las puertas

Con Su enorme misericordia, Dios creó un mundo en el que nos presenta muchas puertas. Esto significa que tenemos muchas oportunidades de volver a abrir las puertas que cerramos por elección o hábito. Sin embargo, lo que ocurre con demasiada frecuencia es que sentimos que no enfrentamos una puerta sino un muro.

Queremos estar vivos. Sabemos que amputar nuestro corazón, nuestra disposición a sentir, nos condena a vivir sólo a medias. Estamos atrapados por miles de elecciones que crean patrones de comportamiento que se sienten como grilletes de acero. La única llave que puede abrir las puertas en cualquier circunstancia es la llave de las lágrimas.

Las lágrimas de autocompasión no lo lograrán.

Las lágrimas de autocompasión no lo lograrán. Ellas paralizan nuestra voluntad y ahogan nuestra decisión en un baño de autocomplacencia. ¿Qué clase de lágrimas logran verdaderos avances? La clase de lágrimas que llenan mis ojos, aunque intente evitarlas, cuando vuelvo a ver la foto de ese niño.

Son lágrimas que quiebran la barrera de las limitaciones de mi propio ego y de la pequeñez de mi vida.

El duelo y el dolor pueden surgir de dos lugares. Uno es el duelo por la ausencia física de un ser querido. La otra clase de duelo es por la pérdida del bien no sólo en nuestras propias vidas, sino también en el mundo en general.

La primera clase de duelo invariablemente lleva a la resolución y el consuelo. A medida que pasa el tiempo, la agudeza de la pérdida se ve empañada por el flujo constante de nuevos acontecimientos, e inevitablemente, los muertos en gran medida son olvidados. Pero lo que no se olvida es la vida.

Cuando lo que se llora no es la muerte, sino la vida, no hay verdadero consuelo. Por esta razón, la imagen del pequeño niño (que nos recuerda al millón de niños asesinados en el Holocausto cuyas imágenes no fueron captadas por la cámara), quedó indeleblemente grabada en mi mente.

Pero si voy a ser honesta, debo ampliar mi visión. La obscena normalidad en los rostros de los alemanes que apuntan con sus armas a la cabeza del niño es un insulto a la vida misma. Ellos son parte de la imagen. Mientras toleremos esa clase de insulto, las puertas se cerrarán con facilidad. Tenemos que mantener la conciencia de cuán poco espacio hay para la insensibilidad hacia la vida.

¿Cómo podemos reanimarnos sin apartarnos con miedo a los lugares seguros que construimos para ocultarnos? Veamos cómo responde la Torá a nuestra búsqueda de integridad emocional.

La solución de la Torá

Uno de los grandes pensadores de la España medieval, Rabeinu Bejaia, hizo una aguda observación en su comentario a la Torá. Él cita el Talmud que nos dice que la plegaria es paralela a las antiguas ofrendas de los sacrificios. Sin embargo, hay una diferencia crucial. Cuando rezamos, nos ofrendamos a nosotros mismos.

Parte del ritual de la ofrenda de sacrificios requería verter agua sobre el altar. Esto se conoce como nisuj hamaim. Este aspecto del sacrificio, como cualquier otra faceta del servicio, tenía un profundo significado simbólico. El agua simboliza la vida. La mayor parte del planeta está cubierta de agua, que es también el principal elemento que compone nuestro cuerpo.

El hecho de derramar agua, que encarna la fuerza vital que experimentamos en el mundo y en nuestros propios cuerpos, transmite un mensaje. Su flujo nos da una idea del flujo de la compasión de Dios y de la constancia de Su entrega. Cuando sentimos que nos está cuidando, cuando nos permitimos sentirnos amados, entonces el siguiente paso es fácil de prever: comprendemos que es seguro llorar. Podemos entregarnos a los demás. Podemos amar.

Rabeinu Bejaia nos dice que las lágrimas son un derrame de compasión. Desde esta perspectiva podemos empezar a entender cómo se abren todas las puertas.

Hay momentos en los que debemos llorar por nosotros mismos, y momentos en los que debemos llorar por el mundo. De vez en cuando, debemos dejar que nuestros ojos se encuentren con los de ese pequeño niño y con los de todos los que no sobrevivieron.

Dejemos que nos suavicen, que nos hagan amar más la vida y abrazarla con pasión. Dejemos que nos inspiren a amar a nuestros hijos. Que nos impulsen a no aceptar nunca la crueldad como algo normal. Sobre todo en esta época del año, en este tiempo designado para llorar y lamentar la pérdida de nuestro sagrado Templo de Jerusalem.

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