Una carta al Kotel (El Muro de los Lamentos)

3 min de lectura

Gracias por inspirarme, por confortarme, por unificar a nuestro pueblo.

Querido Kotel (Muro de los Lamentos):

Has aparecido mucho en las noticias últimamente. Pareciera que no hay un día sin que alguien diga mentiras sobre ti. La Unesco votó dos veces en las semanas recientes una resolución que dice que nunca hubo un Templo judío en Jerusalem, que las miríadas de judíos que llegan a ti desde todo el mundo no tienen conexión con, ni derecho a rezar, en tus piedras soleadas. Qué absurdo…

Algunos de los momentos más importantes de mi vida los pasé a tu lado. No puedo imaginar cómo sería mi vida si no fuera por ti y la especial cercanía a Dios que sentí en tu presencia. Es hora de agradecerte.

Desde el primer momento en que te vi, no fuiste lo que imaginaba. Durante toda mi infancia, mi familia y yo mirábamos en dirección a ti cuando rezábamos en la sinagoga. Mis bisabuelos, viviendo en guetos en Europa, mantuvieron tu imagen delante de ellos. Aunque nunca soñaron viajar a Jerusalem para verte en persona, hablaban de ti en sus plegarias diarias, confiados en que algún día sus descendientes podrían rezar libremente junto a tus piedras.

Pero esa primera mañana que te vi, en lugar de parecer antiguo, parecías tan moderno. Asociándote a la vida, brillabas al sol. Me acerqué a ti con cautela, puse mi mano sobre tus cálidas piedras y, sin esperarlo, mis ojos se llenaron de lágrimas. Imaginé las generaciones de judíos que se pararon en ese mismo lugar en el que yo estaba, trayendo ofrendas y plegarias.

De repente, un grito de “¡por favor!” irrumpió en el aire. Una mujer, con las manos sobre tus piedras y lágrimas corriendo cuantiosamente por su cara, estaba derramando su corazón. Corrí la mirada con rapidez, evitando fijarla en ella, pero la imagen de su rostro permaneció conmigo. Estaba acostumbrada a servicios decorosos en la sinagoga. Nunca había visto a alguien sumido tan profundamente en su plegaria.

Leí el servicio de la mañana y cuando mis plegarias mencionaron al patriarca Abraham, sentí alegría al advertir que estaba en el mismo lugar al que había traído a Itzjak. Mientras leía líneas escritas por el Rey David, me asombré de estar en el mismo lugar que él había conquistado y designado para el Templo Sagrado. Cada vez que mi libro de plegarias mencionaba los sacrificios que eran ofrecidos a Dios en el Templo, miraba para arriba, esperando ver un penacho de humo balanceándose con la brisa veraniega. Sentí que había sido transportada en el tiempo, hasta un lugar donde el pasado y el presente parecían entremezclarse.

Después de ese encuentro, no pude alejarme de ti. Volví pocos días después, en la tarde de un viernes, y me uní a multitudes de estudiantes universitarios y mochileros como yo misma, que fueron atraídos a tu presencia. Las familias de la cercanía abrían sus puertas para nosotros, mi primera invitación a una cena de Shabat fue frente a ti. Tu majestuosidad inspiraba a las familias de Jerusalem a abrir sus puertas y a los estudiantes universitarios como yo a abrir su corazón.

Pude contar contigo desde entonces. Me paré frente a tus piedras pensando en mis opciones después de la universidad. Recé ante ti por parientes cuando estuvieron enfermos, por consuelo cuando las cosas no iban bien. Fue en tu presencia que yo, con el corazón destrozado por haber sido soltera más años que mis amigas, recé para conocer a mi marido.

Una y otra vez, me inspiraste a pensar en los demás. La tarde en que llegué a ti y vi un grupo de jóvenes, a tu lado, siendo reclutados al ejército de Israel, recé por su seguridad con una intensidad que nunca antes había sentido.

El año en que estuve en Israel para Tishá B’Av, el día de conmemoración de la destrucción del Templo, descubrí toda tu explanada llena de personas sentadas en el piso, ayunando, rezando y haciendo duelo.

Años después, cuando se aproximaba el bat mitzvá de mi hija, ella tuvo sólo un pedido: estar parada en tu presencia, impregnada de tu santidad y atmósfera especial en su día especial.

Alguien me dijo una vez que nunca estás solo, que los judíos nunca permiten que te quedes vacío. Visitando Jerusalem un año durante una tormenta de nieve, decidí verlo por mí misma y a medianoche, en la nieve, había un grupo de hombres rezando silenciosamente. Perdimos nuestro Templo precioso hace años; ahora estamos decididos a no ignorarte, nuestro querido Kotel.

Con los años, vi sijes, budistas, cristianos, judíos, seculares y religiosos, todos unidos rezando junto a ti. Estás abierto todos los días, no hay que pagar entrada para visitarte. Simplemente te entregas, tus tesoros están abiertos para todos.

Querido Kotel, eres el centro del mundo judío, el lugar en el que me siento más conectada a mis hermanos judíos. Y si bien podemos clamarle a Dios desde cualquier lugar, la plegaria junto a ti se siente más intensa. Gracias por inspirarme, por consolarme, por unificar a nuestro pueblo, mi corazón está siempre contigo.

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