Una perspectiva personal sobre las costumbres judías relativas a la muerte y el entierro

29/07/2022

5 min de lectura

Los misterios de la vida y la muerte le brindan a una mujer una inusual perspectiva sobre el significado y la belleza del judaísmo tradicional.

Siempre pensé que era importante "ver", pero había cosas que temía ver si miraba demasiado profundo, y cosas sobre las que incluso temía pensar. Era como una niña que temía estar sola en una casa de noche porque podía llegar a surgir el Otro Lado, el nombre que le daba a la fuente de todas las circunstancias que estaban fuera de mi control.

Me vi inspirada a volverme una judía observante porque experimenté la posibilidad de un mundo que reconoce los misterios de la vida y de la muerte, y conocí personas que trataban de vivir sus vidas cotidianas con esa conciencia. Descubrí una tradición de miles de años que no sólo me alentaba a abrir mis ojos, sino que dependía de que yo funcionara con mi visión completa.

Una vez me quejé con mi hermana mayor y le dije que no sentía que yo "existía" y ella me respondió que la maternidad, con sus constantes demandas, la había hecho bajar a la tierra y adquirir un sentido de su propia existencia. Cuando decidí vivir como una judía religiosa, comencé a sentir palpablemente en mis huesos la sensación de "existir". El judaísmo con el que yo había crecido era en gran medida un reino de imperativos e ideas éticas. El judaísmo que llegué a conocer es un mundo de acción donde cualquier cosa que haya llegado a entender llegó cuando cuidé el Shabat, cumplí las leyes dietéticas del kashrut, pronuncié la liturgia hebrea y mis propias palabras de plegaria y agradecimiento.

Mi experiencia de recuperar mi herencia no es tan rara. Hay muchas personas que retornaron a la tradición judía después de explorar una miríada de caminos espirituales, incluyendo el cristianismo y las religiones orientales. Lo que tal vez sea inusual sobre el camino que yo seguí fue mi participación en un aspecto de la observancia judía que los recién llegados por lo general no experimentan. Poco después de mudarme a vivir en la comunidad ortodoxa de Denver, me pidieron que participara en una tahará, la forma judía en que se prepara al muerto para el entierro.

Tradicionalmente, la Sociedad de Entierros Judía cuenta entre sus miembros con los individuos más prominentes de la comunidad. Esos judíos son honrados con la oportunidad de cumplir el mandamiento de tahará, limpiar y bañar al muerto, vestir el cuerpo con la mortaja y colocarlo en el ataúd, todo el proceso acompañado de plegarias.

La tahará es un servicio en el cual el que recibe esa bondad es incapaz de agradecer o devolver el favor. A quienes realizan la tahará se les confía una tarea que requiere una gran cuota de compasión, porque el muerto que está en sus manos es completamente indefenso.

En Denver, yo formaba parte del pequeño círculo de mujeres que realizaban tahará cuando se los pedían. Fuimos reclutadas por mera necesidad, debido a que había pocas mujeres mayores y experimentadas que fueran capaces de realizar la tahará.

Yo no estaba en absoluto preparada para mi primera tahará, pero no tuve oportunidad de preocuparme. Apenas pasó una hora entre mi decisión de participar como observadora y mi llegada a la casa funeraria.

En el momento en que entré comprendí que todas mis ideas sobre la muerte se habían visto afectadas por su imagen en la cultura popular y la cantidad de películas de terror que había visto en mi infancia. Prácticamente podía escuchar el espeluznante acompañamiento musical mientras bajaba hacia el sótano de la morgue.

Quería dar media vuelta y salir corriendo, pero me enfoqué en los rostros de las tres mujeres que habían llegado conmigo. Su ternura y seguridad me llevó de regreso al mundo del judaísmo y a la sensación de servir, de hacer lo que se debe hacer sin dejarse abrumar por su enormidad.

Durante esa primera tahará, me mantuve a un costado de la preparación misma del cuerpo, de lavarlo y vestirlo con la mortaja. Me dieron la caja que tenía el sudario y me pasé la mayor parte del tiempo abriendo cada tantos centímetros las puntadas de la máquina de coser. Según la ley judía, se supone que los sudarios deben ser cosidos a mano para que puedan desintegrarse más fácilmente, y yo trataba de remediar esta discrepancia aflojando las costuras. Esta simple tarea me ayudó a anclarme.

Sostuve la tela y sentí la fuerza de la tradición, la cadena de generaciones que habían partido a su descanso final con mortajas exactamente iguales a esa. Esas prendas estaban impecablemente limpias, planchadas y dobladas. Mi mente se llenó de asociaciones de coser mi propia ropa y costuras abiertas. Recordé cómo me vestí esa mañana y vi mi propio cuerpo vestido. Empecé a visualizar mi propio cuerpo como una especie de ropa. Pensé en mis manos que ahora trabajaban cuidadosamente con la tela… esas manos eran parte de la ropa de mi alma.

Mi concepción de la neshamá, el alma, cambió radicalmente después de mi primera tahará, cuando pude sentir la existencia del alma independientemente del cuerpo. Observé cómo el cuerpo alberga al alma, pero de ninguna manera es idéntico al alma. En la tahará, vi con mis propios ojos cómo el alma había partido, dejando al cuerpo como un envase vacío.

Aunque ya me he familiarizado con el procedimiento y el lugar, sigo sintiendo que cada tahará me obliga a despertarme, me saca de mi perspectiva limitada para que mis preocupaciones cotidianas tomen las proporciones adecuadas. Mientras vierto baldes de agua sobre el cuerpo y digo las palabras en hebreo pidiendo que el alma sea purificada y liberada de sus ataduras con la tierra, también experimento cierto grado de liberación del dominio de mis necesidades y deseos.

Sin embargo, el esfuerzo que dedico en una tahará no se dirige hacia el entendimiento de su significado, lo cual sólo puedo llegar a suponer, sino más bien hacia ejecutar cuidadosamente cada uno de los pasos prescriptos. Al hacer la tahará lo mejor que puedo y con toda mi concentración, cumplo un mandamiento que puede llevarme mucho más allá de las recompensas que pueden llegar a entenderse intelectualmente. Al prestar atención a cada acto de la tahará, me subyugo a una inteligencia infinitamente mayor que la mía.

Siempre me siento terriblemente reconfortada por la cercanía de las dos mujeres que trabajan conmigo. Parecemos movernos como una sola persona e incluso a veces parece que compartiéramos una misma mente. Al encender las velas, extender las sábanas y llevar baldes de agua, creamos una red de intimidad y consuelo alrededor de la mujer muerta. Puede que sea sólo mi imaginación, pero la tensa atmósfera de lucha que impregna la habitación cuando llegamos, gradualmente se va relajando a medida que avanza la tahará.

Después de una tahará, Sari, que hacía poco había dado a luz, señaló la similitud entre un recién nacido y el muerto. Ambos dependen totalmente de nuestra bondad. El muerto, como los bebés, ha sido despojado de cualquier identidad personal o profesional que haya ganado durante su vida. Con sus aguas purificadoras y los sudarios blancos, la tahará lleva este proceso más allá para que el alma, restaurada a su esencia, pueda continuar su viaje.

Dos semanas después de realizar mi primera tahará me casé, y tuve el privilegio de encontrar otra porción de la experiencia judía. Un individuo siempre está acompañado por otros judíos durante cada rito de pasaje. Al estar debajo del palio nupcial, de la jupá, rodeada por los rostros de mi familia y de mi comunidad, sentí la fuerza de sus plegarias y de sus bendiciones. Al caminar siete veces alrededor de mi esposo, sentí la totalidad del compromiso que estaba asumiendo. Me habían dicho que la jupá literalmente me transformaría a un nivel celular, y creo que experimenté la transformación. ¿De qué manera la jupá prepara al alma para que pueda unirse con otra alma, y cómo la tahará ayuda a curar el alma y a liberarla de este mundo? ¿Podré llegar alguna vez a develar las profundidades de estos misterios? Lo que sé es cómo se siente cuando caen algunos de los velos y el alma se siente más viva.

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