Dos clases de miedo

20/06/2024

5 min de lectura

Shlaj (Números 13-15 )

Uno de los discursos más poderosos que escuché en mi vida lo dio el Rebe de Lubavitch, Rav Menajem Mendel Schneerson, sobre la parashá de esta semana: la historia de los espías. A mí me cambió la vida.

Él formuló las preguntas obvias: ¿Cómo es posible que diez de los espías regresaran con un informe desmoralizador y derrotista? ¿Cómo pudieron decir: "no podemos ganar, el pueblo es más fuerte que nosotros, sus ciudades están bien fortificadas, son gigantes y nosotros somos cigarras"?

Ellos habían visto con sus propios ojos cómo Dios envió una serie de plagas que dejó de rodillas a Egipto, el imperio más fuerte y longevo del mundo antiguo. Habían visto cómo el ejército egipcio con su tecnología militar de vanguardia —el carro tirado por caballos— se ahogaba en el Mar Rojo mientras los israelitas lo atravesaban sobre tierra seca. Egipto era mucho más fuerte que los cananeos, los jebusitas y otros reinos menores a los que tendrían que enfrentarse para conquistar la tierra. No se trataba de un recuerdo antiguo. Todo había sucedido apenas un año antes.

No sólo eso, sino que ya sabían que lejos de tratarse de gigantes enfrentando a cigarras, los pueblos de la tierra estaban aterrorizados de los israelitas. Ya lo habían dicho al entonar el Cántico del Mar:

Las naciones han oído, se estremecen,

El terror se apoderó de los habitantes de Peláshet

Entonces se turbaron los caudillos de Edom

El temblor hizo presa de los poderosos de Moab

Se derritieron todos los moradores de Canaán

Que sobre ellos caiga terror y pavor

Que por la grandeza de tu brazo enmudezcan como la piedra (Éxodo 15:14-16)

Los pueblos de la tierra temían a los israelitas. ¿Por qué entonces los espías les tuvieron miedo?

Todavía más, continuó diciendo el Rebe, los espías no eran personas elegidas al azar entre la población. La Torá dice que "todos ellos eran jefes del pueblo de Israel". Eran líderes. No eran personas que tendieran a temer fácilmente.

Las preguntas son directas, pero la respuesta que dio el Rebe fue totalmente inesperada. Él dijo que los espías no tenían miedo al fracaso, sino miedo al éxito.

¿Cuál era su situación en el momento actual? Comían el maná que caía del cielo. Bebían agua de un pozo milagroso. Estaban rodeados por las Nubes de Gloria. Acampaban alrededor del Santuario. Estaban en contacto continuo con la Shejiná. Nunca un pueblo había vivido tan cerca de Dios.

¿Cuál sería su situación si entraban en la tierra? Tendrían que librar batallas, mantener un ejército, crear una economía, cultivar la tierra, preocuparse por si llovía lo suficiente para producir una cosecha y otras miles de distracciones que tienen lugar al vivir en el mundo. ¿Qué pasaría con su cercanía a Dios? Estarían preocupados por los asuntos mundanos y materiales. En el desierto podían dedicar sus vidas a estudiar Torá, iluminados por el resplandor de lo Divino. En la tierra no serían más que otra nación en un mundo de naciones, con la misma clase de problemas económicos, sociales y políticos que tienen que enfrentar todas las naciones.

Los espías no temían al fracaso. Ellos temían al éxito. Su error fue el error que cometen personas muy sagradas. Ellos quisieron pasar sus vidas en la mayor proximidad posible a Dios. Lo que no entendieron fue que Dios busca "una morada en los mundos inferiores", como lo define la frase jasídica. Una de las mayores diferencias entre el judaísmo y otras religiones es que mientras los demás buscan elevar a las personas hacia el cielo, el judaísmo busca bajar el cielo a la tierra.

Gran parte de la Torá trata de cosas que convencionalmente no se consideran en absoluto religiosas: relaciones laborales, agricultura, prestaciones sociales, prestamos y deudas, la propiedad de la tierra, etc. No es difícil tener una experiencia religiosa intensa en el desierto, en un retiro monástico o en un ashram. La mayoría de las religiones tienen lugares sagrados y personas sagradas que viven alejadas del estrés y las tensiones de la vida cotidiana. Hubo una secta judía de esa clase en Qumrán, conocida a través de los Rollos del Mar Muerto, y sin duda hubo otras. Eso no tiene nada de extraño.

Pero ese no es el proyecto judío, la misión judía. Dios quería que los israelitas crearan una sociedad modelo en la que los seres humanos no fueran tratados como esclavos, en la que los gobernantes no fueran adorados como semidioses, en la que se respetara la dignidad humana, la ley se aplicara imparcialmente a ricos y pobres por igual, donde nadie fuera indigente, nadie quedara abandonado en el aislamiento, nadie estuviera por encima de la ley y ningún ámbito de la vida fuera una zona libre de moralidad. Eso requiere una sociedad y una sociedad necesita una tierra, una economía, un ejército, campos y rebaños, trabajo y empresas. En el judaísmo, todo esto se convierte en formas de llevar la Shejiná a los espacios compartidos en nuestra vida colectiva.

Los espías temían el éxito, no el fracaso. Fue el error de hombres profundamente religiosos. Pero fue un error.

Ese es el desafío espiritual del mayor acontecimiento en dos mil años de historia judía: el retorno de los judíos a la tierra y el estado de Israel. Quizás nunca antes y nunca después hubo un movimiento político acompañado de tantos sueños como el sionismo. Para algunos era el cumplimiento de visiones proféticas. Para otros, el logro secular de personas que decidieron tomar la historia en sus manos. Algunos lo vieron como una reconexión al estilo Tolstoy con la tierra y el suelo. Otros como una declaración nietzscheana de voluntad y poder. Algunos lo vieron como un refugio contra el antisemitismo europeo, otros como el primer florecimiento de la redención mesiánica. Cada pensador sionista tenía su versión de la utopía y, en gran medida, todo se hizo realidad.

Pero Israel siempre fue algo más sencillo y básico. Los judíos conocieron prácticamente todos los destinos y circunstancias entre la tragedia y el triunfo en los casi cuatro mil años de su historia, y han vivido prácticamente en todas las tierras del mundo. Pero en todo ese tiempo sólo hubo un lugar en el que podían llegar a hacer lo que debían hacer desde los albores de su historia: construir su propia sociedad de acuerdo con sus ideales más elevados. Una sociedad que fuera diferente de sus vecinos y que se convirtiera en un modelo de cómo una sociedad, una economía, un sistema educativo y la administración de bienestar general podían convertirse en vehículos para traer a la tierra la Presencia Divina.

No es difícil encontrar a Dios en el desierto, si no comes del trabajo de tus manos y si confías en que Dios luchará por ti tus batallas. De acuerdo con el Rebe, diez de los espías pretendían seguir viviendo así para siempre. Pero eso no es lo que Dios quiere de nosotros. Él quiere que tengamos relación con el mundo. Quiere que curemos a los enfermos, alimentemos a los hambrientos, que luchemos contra la injusticia con toda la fuerza de la ley y que combatamos la ignorancia con la educación universal. Dios quiere que mostremos lo que es amar al prójimo y al extranjero, y que digamos, con Rabí Akiva: "Amada es la humanidad, porque cada persona fue creada a imagen de Dios".

La espiritualidad judía vive en medio de la vida misma, la vida en sociedad y en sus instituciones. Para crearla tenemos que luchar contra dos clases de miedo: el miedo al fracaso y el miedo al éxito. El miedo al fracaso es común; el miedo al éxito es más raro, pero no menos debilitante. Ambos surgen de la reticencia a asumir riesgos. La fe es el valor de correr riesgos. No es certeza; es la capacidad de vivir con la incertidumbre. Es la capacidad de oír a Dios diciéndonos lo mismo que le dijo a Abraham: "Camina delante de Mí" (Génesis 17:1).

El Rebe vivía lo que enseñaba. Él envió emisarios virtualmente a cada rincón de la tierra donde había judíos. De esta forma, transformó la vida judía. Él sabía que les pedía a sus seguidores que asumieran riesgos al ir a lugares donde todo el medio era un desafío en tantas maneras; pero tenía fe en ellos, en Dios y en la misión judía que se desarrolla en la arena pública donde compartimos nuestra fe con otros y se lo logra de formas profundamente prácticas.

Es un desafío abandonar el desierto y salir al mundo con todas sus pruebas y tentaciones, pero eso es lo que Dios quiere de nosotros, que llevemos Su espíritu a la manera en que manejamos una economía, un sistema de beneficencia, un sistema de justicia, un servicio de salud, un ejército, curando algunas de las heridas del mundo y llevando fragmentos de luz Divina a lugares que a menudo están envueltos en la oscuridad.

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