Buscando a Dios

27/06/2024

4 min de lectura

No se rían, pero yo solía creer que Dios creó todo el mundo sólo para mí.

Así es como lo imaginaba en mi mente: Antes de que yo naciera, Dios reunió a todos los actores y les asignó papeles: quién sería mi padre, quién tendría el papel de enemigo o amigo, cuál perro sería mi amada mascota, qué árbol vería cuando me despertara por la mañana. Naturalmente, todos querían un papel protagónico. Yo tenía apenas cinco años, así que quizás se me puede perdonar el egocentrismo.

Mi siguiente recuerdo respecto al tema ocurrió cuando yo estaba en una piscina. Estaba haciendo una de mis actividades favoritas en el agua: flotar con las rodillas pegadas al pecho y los brazos abrazando mis rodillas, conteniendo la respiración lo máximo que una niña de diez años podía, pretendiendo ser un pedazo de madera a la deriva en algún vasto e impersonal océano.

Era una sensación extrañamente placentera. Sabía que yo era una persona, pero ahí, en el agua, bajo el agua, quizás… ¿no lo era? Quizás era sólo un trozo de madera o un tesoro de piratas abandonado. Una cosa, una entidad. Era enigmático. Tan sólo dos minutos antes había estado parada en el cemento al borde de la piscina, con dos piernas firmes en la tierra, con ganas de tener una moneda para comprarme un sándwich helado. Y de repente, con un salto a la piscina, toda mi realidad había cambiado.

Mientras me mecía en el agua, mi cerebro explotaba con posibilidades. ¿Tal vez había muchos mundos y realidades aparte de esta y lo único que tenía que hacer era saltar o hacer algún acto simple para entrar a ellos? Quizás mi vida actual era apenas un crudo rasguño de la superficie de lo real, lo que sea que fuera esa cosa real.

No estoy segura cómo fue que pasé de esa idea a la idea de Dios, pero de pronto Él me pareció cercano y real. Tan real como el agua que me rodeaba y me hacía flotar. Pero no más real que el sándwich helado de fresa que estaba decidida a comprar. Cuando salí de la piscina, encontré una moneda y fui hasta la máquina, ya me había olvidado de Él.

En los años siguientes, Dios quedó relegado a un sonido de fondo. Era difícil competir con el mundo. Estaban Donny Osmond, David Cassidy, Sonny y Cher, y el grupo Huckapoo.

Y como yo dejé de prestar atención, pensé que Dios no estaba. Pero Él tenía formas indirectas de acercarse a mí, recordándome que estaba ahí.

Como cuando mi maestra húngara de ciencias de octavo grado introdujo el concepto de electrones, protones y neutrones. Me quedé boquiabierta. No, más bien indignada y furiosa, especialmente cuando consideré toda la tarea que el tema de los átomos generaría, sin mencionar el aumento del tiempo de estudio para los exámenes.

Aunque era una niña normalmente callada y obediente, en ese momento dije con enojo a mis compañeros de clase: “¡Es mentira!”, y di un golpe sobre la mesa. “¿Acaso vieron algún átomo saltar? ¡No! ¡Porque no existen!”

Nos estaban engañando, lo sabía. Obviamente ese asunto de los átomos era una estrategia para mantenernos a nosotros, incipientes adolescentes, ocupados y fuera de problemas. Yo rechazaría su existencia. Si no les prestaba atención, no podían ser reales ¿verdad?

Mi indignación debe haber sido contagiosa porque algunos de mis compañeros asintieron con la cabeza y dijeron: “¡Así es!”.

Pero esos tontos electrones y protones siguieron apareciendo en los libros de décimo y undécimo grado, en el examen de admisión a la universidad e incluso bajo los microscopios, sin importar cuánto yo insistiera que eran un truco sucio, un producto de la diabólica imaginación de una maestra.

Entonces, aprendí algo de mi berrinche por los átomos.

Sólo porque yo no podía percibir algo a través de mis propios sentidos, eso no significaba que ese "algo" no existía. Tan sólo significaba que mi maquinaria humana era un poco limitada. Y que quizás mis sesgos influían profundamente sobre aquello en lo que yo escogía creer o no creer.

Esto llevó a otro destello de Dios.

Una noche observé la luna y, no se rían, pero hasta entonces yo de verdad pensaba que la luna se volvía físicamente más grande y más pequeña en el cielo. Pero esa noche me di cuenta que todo lo que estaba viendo era la sombra de la tierra. La luna no pasaba de ser una diminuta uña a una enorme luna cada mes. En realidad la luna no desaparecía. Estaba ahí todo el tiempo. Es sólo que esas sombras me confundían.

Hoy soy abuela. Todavía sigo buscando a Dios. A veces siento a Dios cuando me muevo lentamente y como con deliberación un bol de helado, profundamente consciente de cada dulce y fría cucharadita de placer. Puedo decirles que hay días en los que no siento a Dios porque lo he bloqueado, porque todas las cosas que tengo y debo hacer son tan importantes que nada, ninguna persona o Ser, debe atreverse a interponerse en mi camino.

Y hay días en los que abandono todas mis urgencias. Alguna vez tuve la sensación de Dios como un colibrí en mi corazón, o como una cálida y amable mano en mi espalda. Lo sentí mientras lavaba los platos, al atar los zapatos de un niño o al mirar los árboles. Fue el sentimiento más poderoso, como si hilos invisibles juntaran nuestros corazones, y adonde fuera que Él se movía, yo naturalmente lo seguía.

Cuando era una niña, pensaba que Dios creó todo el mundo para mí. Cuando entré a la adolescencia, seguí intentando entenderlo, darle sentido, casi como si Él tuviera que probarme Su existencia. En estos días intento probarle a Él mi existencia, hacer que valga la pena para Él —por así decirlo— haberme traído a mí y a innumerables criaturas a este mundo.

Y aún existe en mí una parte de mi ser más joven, la parte que estaba abierta a lo Divino inesperado. Como escribió el Rebe de Kotzk: "¿Dónde está Dios? Donde sea que tú lo dejes entrar"... Incluso en una piscina.


Imagen del título: Yoann Boyer, Unsplash.com

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