Sobrevivir a un matrimonio casi fatal

03/03/2023

8 min de lectura

Y descubrir el poder sanador del perdón.

Los fuertes golpes a la puerta de la casa trajeron a mi marido de regreso al momento presente. Desapareció la mirada desorbitada de sus ojos. Soltó mi garganta y enfundó el revolver que había estado presionando contra mi frente.

Me advirtió que si llamaba a la policía se aseguraría de que no viviera para testificar en su contra, y abruptamente salió de nuestro dormitorio, de la casa que compartíamos con nuestros dos pequeños hijos. Yo caí de rodillas, jadeando para recuperar la respiración.

Escuché que abría la puerta principal, le dijo algo a su amigo que lo esperaba y partieron, con las llantas chirriando contra el asfalto.

Cuando pude levantarme del suelo, cerré con llave la puerta y coloqué delante un sillón para evitar que pudiera volver a entrar. Fui a ver a los niños, que milagrosamente dormían tranquilos en sus camas, y elevé una plegaria agradeciendo por estar viva.

Si alguien me hubiera dicho una semana antes que un día mi esposo me apuntaría con un revolver, yo hubiera pensado que estaba loco.

Cuando llamé a la policía, las palabras de mi esposo hacían eco en mi cabeza. Si alguien me hubiera dicho una semana antes que un día mi esposo me apuntaría con un revolver, yo hubiera pensado que estaba loco. Pero después de lo que acababa de suceder, sabía que era capaz de cumplir su amenaza de matarme. Así que en vez de llamar a las autoridades, llamé a la única persona que esperaba que pudiera ayudarme: mi madre. Eran casi las tres de la madrugada.

Ella respondió después de que el teléfono sonara dos veces y yo logré relatar mi historia en medio de sollozos. Con un profundo suspiro, me dijo que ella no pensaba que él fuera a matarme y que me calmara. Me dijo que, a fin de cuentas, él siempre había sido muy amable con ella. Mi madre dijo que era la mitad de la noche y que tenía que levantarse temprano para ir a trabajar, y con eso cortó la llamada.

Devastada y sintiéndome terriblemente sola, permanecí despierta hasta que mi hijo menor se despertó. Le di de comer y lo vestí mientras esperaba que se despertara mi otro hijo. Con las maletas empacadas, salimos de la casa y nos dirigimos a buscar seguridad en un lugar inesperado: la casa de mis suegros. Mi suegra nunca me apreció demasiado porque yo no pertenezco a su raza o a su cultura, pero mi suegro era un hombre bondadoso y amable. Cuando les relaté mi espantosa experiencia, él nos recibió con los brazos abiertos. Me aseguró que su hijo no sería bienvenido en su hogar hasta que recibiera la ayuda que necesitaba. Todos sospechábamos que estaba usando drogas, y teníamos razón.

Poco después, mi esposo fue arrestado por vender drogas. Le permitieron salir bajo fianza y huyó del estado dejándonos a mí y a los niños un poco de espacio para respirar. A pesar de estar embarazada de ocho meses, encontré un trabajo administrando una pequeña empresa de flores. Pude pagar por nuestra casa y también conservar el auto. Las cosas estaban ajustadas economicamente, pero nos arreglábamos. Parecía que la vida volvía lentamente a una nueva normalidad.

Un día, cuando iba a buscar a mis hijos después del trabajo, recibí una llamada de un número desconocido. Después de unos segundos de silencio, escuché su voz. Mi esposo me informó que había decidido que ya no quería estar casado ni tener hijos. "Te enviaré algo de dinero", dijo antes de cortar la llamada.

Yo sabía que nuestro matrimonio había terminado, pero él decidió ahora que no quería tener hijos… ¡Demasiado tarde! ¡Ya habían nacido!

Mi rostro se llenó de lágrimas de frustración. Los niños no tenían idea de lo que había sucedido. Ellos nunca habían visto a su padre dañarme de ninguna forma y él nunca se comportó mal con ellos.

Tampoco lo veían demasiado, porque él nunca estaba en casa. Yo no tenía idea si en algún momento lo volverían a ver. Él no podría seguir escapándose de la policía eternamente. Eventualmente lo atraparían y debería ir a prisión. Quizás entonces, obtendría la perspectiva que sólo se puede alcanzar con la sobriedad, lamentaría sus actos y desearía ver a sus hijos.

Mis padres habían tenido un amargo divorcio y yo constantemente escuchaba de mi madre comentarios negativos sobre mi padre. Había escuchado tantas veces cuán malo era, que había comenzado a proyectar eso en mí misma: si él era una persona tan mala, yo también debía serlo. Por la forma en que mi madre me trataba, era evidente que yo era la hija de mi padre y, por lo tanto, no merecía el amor de mi madre. No quería hacerle eso a mis hijos. Cuando fueran suficientemente adultos, tomarían sus propias decisiones respecto a su padre sin ninguna influencia indebida.

Menos de un mes más tarde, di a luz a nuestro tercer hijo, una niña. Mi mejor amiga me llevó al hospital y esperó allí durante horas. Recibí a mi bebé en mis brazos a las 10:47 pm, asombrada de que su padre pudiera elegir voluntariamente perderse ese evento.

Muchos cambios de vida

Ese año fue muy confuso. Habían cambiado muchas cosas. Ahora trabajaba como asistente de un médico, un trabajo que tenía un horario adaptable, los fines de semana libres y un buen sueldo. Lograba mantener las cosas a flote y la vida sorprendentemente parecía marchar bien.

Una noche, a la 1:30 am, me desperté al oír que trataban de abrir la puerta de la casa. Con el corazón latiendo aceleradamente, me acerqué a la puerta principal. Definitivamente alguien estaba en el porche delantero. Miré por la mirilla y vi que ahí estaba mi esposo, desconcertado porque su llave no entraba en la cerradura.

Me negué a abrir la puerta y le advertí que si no se iba de inmediato, llamaría a la policía.

Sintiéndome fuerte y confiada, me negué a abrir la puerta y le advertí que si no se iba de inmediato, llamaría a la policía. Él comenzó a protestar, pero luego bajó las escaleras, subió a su auto y partió.

Al día siguiente recibí una llamada de mi suegro, preguntándome si estaría dispuesta a encontrarme con él y su hijo. Fui esa noche y discutimos sobre la situación. Mi esposo me dijo que se iba a entregar y a enfrentar las consecuencias por sus actos. También indicó que ahora estaba sobrio y que lamentaba mucho lo que había hecho. Supongo que tan arrepentido como puede estar una persona después de apuntar a su esposa en la cabeza con un arma cargada.

Me preguntó si consideraría perdonarlo y expresó su deseo de que nos reconciliáramos, algo que yo rechacé de plano. Lo que había ocurrido entre nosotros no tenía marcha atrás, y yo había tomado una decisión que cambiaba mi vida, algo a lo que él se oponía por completo: me estaba convirtiendo al judaísmo. Él pensó que era ridículo. Él no sabía que yo estaba en un camino que me llevaría más lejos de lo que alguna vez pude soñar que era posible. No estaba dispuesta a ceder a eso.

Al día siguiente, se entregó. Fue arrestado y eventualmente liberado. Le acreditaron el tiempo cumplido y le pusieron una gran multa y horas de servicio comunitario. Se mudó a vivir con sus padres, completamos nuestro divorcio y comenzó a ver a los niños bajo la atenta supervisión de su padre.

En un primer momento, yo pensé que él vería a los niños con frecuencia y que trabajaría para reestablecer su relación con ellos. Pero no lo hizo.

El dolor y el sufrimiento que me había provocado a mí era una cosa, pero que les hiciera eso a los niños, quienes eran verdaderamente inocentes en esa ecuación, era imperdonable. Yo no dije ni una palabra negativa sobre él, pero por dentro mi odio comenzó a cobrar vida propia.

Consumida por la ira

Volví a estudiar para mejorar mi educación y proveer la mejor vida posible a mis hijos. Trabajé duro, obtuve buenas calificaciones e incluso logré una pasantía en el mejor salón de la ciudad, después de que me rechazaran allí para un puesto por mi falta de experiencia.

Trabajé allí durante nueve meses antes de asumir un puesto como directora en otro salón, uno que ofrecía seguro de salud y ayuda para pagar mi préstamo estudiantil. Rápidamente llegué a ser directora general, supervisando tres salones. Gracias a Dios me iba bien, los niños prosperaban, pero inevitablemente, siempre surgía la pregunta respecto a dónde estaba su padre.

En cada ocasión, sentía que mi ira se profundizaba. Hubiera querido decirle a la gente que él vivía en otro país, o por lo menos en otro estado, pero la verdad es que vivía a unas pocas cuadras de sus tres hijos, que estaban creciendo y cambiando sólo ante mis ojos. Él vivía su vida completamente separado de ellos.

La terapia me ayudó a entender el grado del trauma que había sufrido durante mi matrimonio, y que me aferraba a mucho enojo que me estaba consumiendo.

Los niños iban a la casa de sus abuelos paternos y pasaban tiempo con su familia, pero era raro que vieran a su padre. Yo comencé a tener problemas para dormir, sufría de frecuentes dolores de estómago, ansiedad y migrañas. Después de buscar ayuda terapéutica, entendí el grado del trauma que había sufrido durante mi matrimonio, y que me aferraba a mucho enojo que me estaba consumiendo y que quitaba la alegría del presente.

Examiné mi vida: me había convertido al judaísmo, lo cual era una fuente de gran significado en mi vida. Había tomado la audaz decisión de abrir mi propio salón y spa, que había resultado todo un éxito. Había comprado una bella casa, donde los niños podían correr y jugar, y todo eso lo había hecho sola.

Mis estudios sobre judaísmo me enseñaron sobre el perdón. Aprendí que el perdón, mejilá, debe darse si el ofensor se arrepiente y pide perdón. Mi ex esposo me había pedido perdón, ¿pero realmente se había arrepentido? No estaba segura.

Durante años, creí que sólo merecería ser perdonado cuando realmente lo lamentara y finalmente asumiera su rol de padre. Me aferraba a la idea de que el perdón era una clase de sentimiento que podría tener, algún entendimiento inherente que de repente me embargaría.

El judaísmo enseña que el perdón no es un sentimiento; es una elección. Una decisión que yo podía tomar sin tener ninguna expectativa de la persona que es perdonada.

El regalo del perdón

Esa noche recé, pidiendo tener fuerzas para ofrecer perdón al hombre que casi que quita la vida. Perdonar al hombre que era el padre de mis tres hijos, a quienes él había abandonado, dejándome sola para educarlos. Eso iba a ser difícil. En mi vida había enfrentado varias dificultades, pero esto parecía insuperable.

Recordé todas mis bendiciones: tenía hijos sanos, bien adaptados, formaba parte de la junta escolar y fui miembro de varios grupos empresariales para jóvenes emprendedores. Era respetada por mi comunidad, y era una judía observante que intentaba vivir una vida judía auténtica. Incluso había recibido un premio para mujeres empresarias. Además, había conocido a un hombre maravilloso. Un hombre sefaradí, también divorciado y con hijos. Su matrimonio con una mujer de otra religión había fracasado y él también estaba criando solo a un hijo.

Al perdonar a mi ex, me liberaría de seguir llevando una carga enorme que nunca debía haber levantado.

Al compartir con él mi historia, me sugirió que consultara con su Rabino. El Rabino me dijo que el perdón es necesario no sólo para el ofensor, sino también para el ofendido. El perdón libera de la obligación a ambas partes. Al perdonar a mi ex, me liberaría de seguir llevando una carga enorme que nunca debía haber levantado. Me sorprendí de su sabiduría.

Así fue que como preparación para Rosh Hashaná y Iom Kipur, comencé a rezar por mi ex marido. Si Dios, el Creador de todo el universo, podía perdonarme, entonces sin duda también yo podía perdonarlo.

Casi de inmediato comencé a sentirme más aliviada. Mis síntomas físicos disminuyeron, hasta que desaparecieron por completo. Mi vida estaba mejorando de formas que ni siquiera me había dado cuenta que me faltaban.

Mi relación con el hombre con el que estaba saliendo se había vuelto bastante seria, y sin que yo lo supiera, él había pedido la bendición de mis hijos antes de proponerme matrimonio.

Tuvimos una pequeña y bella ceremonia. Al romper la copa bajo la jupá, nuestros amigos y familia gritaron: "¡Mazal tov!". Realmente fue un día de muchas bendiciones.

Pasaron muchos años. Mi ex esposo, con quien había tenido poco contacto, de repente llamó un día y dijo que necesitaba hablar con alguien. Estaba pasando por su segundo divorcio. Me dijo que sabía que no merecía tenerme como una amiga, pero que yo era una persona bondadosa y que esperaba que no lo rechazara. En una época me hubiera enojado de haber recibido su llamada, pero ya no. El consejo del rabino no había sido en vano.

En vez de odiarlo, comencé a verlo con compasión. Ahora mis hijos tenían el amor y el apoyo de su padrastro, un hombre a quien podían admirar. Estábamos profundizando nuestra fe y nos sentíamos bienvenidos en nuestra pequeña y unida comunidad judía. Y allí estaba mi ex esposo, completamente solo.

Durante varios meses traté de ayudarlo a reconstruir su relación con su familia. Lo ayudé a renovar su negocio y estuve dispuesta a cuidar a sus dos hijos de su segundo matrimonio cada vez que lo necesitaba. Lamentablemente, ninguno de los cambios positivos se mantuvo. Eventualmente él volvió a sus viejas costumbres. Pero su falta de cuidado no disminuyó el mío.

Mi perdón puede no haber tenido impacto en su vida, pero sin duda cambió la mía. Al elegir perdonar a un hombre que muchos hubieran considerado indigno e imperdonable, yo encontré verdadera felicidad y libertad.

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