Golda Meir y los terroristas

24/10/2023

8 min de lectura

"No puede haber acuerdos con el terrorismo bajo ninguna circunstancia".

Yehudá Avner, ex asesor del primer ministro y embajador, murió el 24 de marzo del 2015, a los 86 años.


¿Cómo se trata con los terroristas? Intenta hacerlo y estás perdido. No lo hagas y morirán civiles inocentes. Tomemos por ejemplo el caso de Schoenau. Es una historia de infamia que se apoderó de la asamblea del Consejo de Europa en setiembre de 1973.

El Consejo de Europa de Estrasburgo es lo más aproximado en ese continente a la Cámara de Representantes. En el momento en cuestión, alrededor de 400 delegados observaron con diversos grados de curiosidad cómo subía al podio una mujer encorvada y anciana, con el rostro profundamente marcado de líneas trágicas. Ella era la primera ministra de Israel, Golda Meir, quien había llegado allí por invitación del Consejo Europeo para exponer el caso en favor a Israel.

En general, Golda Meir prefería hablar de forma improvisada, pero como se trataba de una ocasión formal, el protocolo requería que pronunciara un discurso previamente preparado. Yo, quien redactaba sus discursos, escribí un borrador. Al hacerlo, rompí más de una docena de versiones, dejando mis dientes marcados en mi pluma al escribir y reescribir página tras página, garabateando mientras luchaba mentalmente por encontrar sustantivos concisos rítmicos y salvadores, y descripciones aliteradas en mi esfuerzo por darle a su oratoria palabras definitorias.

Finalmente emergió un tema coherente y surgió un discurso. Le agradecí al Consejo y a los parlamentos individuales de Europa por alzar sus voces en apoyo al derecho de los judíos soviéticos a emigrar libremente a Israel [esto fue en el momento cumbre de la campaña mundial "Deja salir a mi pueblo"], me sumergí en las complejidades del conflicto del Medio Oriente, pedí "la ayuda del Consejo de Europa para permitir que Medio Oriente emule el modelo de coexistencia pacífica que el propio consejo había establecido" y jugué con una cita del gran estadista europeo, Jean Monnet, respecto a que "la paz no depende sólo de tratados y promesas. Depende esencialmente de la creación de condiciones que, si no cambian la naturaleza de los hombres, al menos guían su comportamiento en una dirección pacífica".

Siete judíos habían sido tomados como rehenes, entre ellos un hombre de 73 años, una mujer enferma y un niño de tres años. Los terroristas emitieron un ultimátum.

Ante mi consternación, Golda nunca enunció ni una sola de estas palabras. En cambio, ella observó a la asamblea de punta a punta, con la mandíbula tensa y una expresión desafiante, y después de peinarse con los dedos de ambas manos, sacudió el discurso escrito y dijo en tono cáustico: "Aquí tengo preparado mi discurso, creo que cada uno tiene una copia del mismo. Pero a último momento decidí no interponer entre nosotros el papel en el cual fue escrito mi discurso. En cambio, me perdonarán si rompo el protocolo y hablo de manera improvisada. Lo digo a la luz de lo que ha ocurrido en Austria durante los últimos días".

Claramente, la mujer había decidido que era idiota leer ese discurso formal después de las devastadoras noticias que había recibido justo antes de partir de Israel hacia Estrasburgo:

Un tren que llevaba judíos desde la Rusia comunista hacia Israel a través de Viena, había sido secuestrado por dos terroristas árabes en un cruce ferroviario de la frontera austríaca. Siete judíos habían sido tomados como rehenes, entre ellos un hombre de 73 años, una mujer enferma y un niño de tres años. Los terroristas emitieron un ultimátum, diciendo que a menos que el gobierno austríaco cerrara de inmediato Schoenau, la sucursal de la Agencia Judía cerca de Viena, donde se recibía a los emigrantes antes de trasladarldos en avión a Israel, no sólo asesinarían a los rehenes sino que también Austria se convertiría en blanco de violentas represalias.

El gabinete austríaco se reunió de inmediato y, encabezado por el canciller Bruno Kreisky, capituló. Kreisky anunció que Schoeanu sería cerrado de inmediato y los terroristas fueron llevados a toda prisa al aeropuerto para que pudieran viajar a salvo a Libia.

Todo el mundo árabe apenas podía contener su alegría. Golda Meir, furiosa, ordenó a sus asistentes que organizaran un vuelo temprano desde Estrasburgo a Viena, donde tenía la intención de enfrentarse a su colega primer ministro, Bruno Kreisky, que al igual que ella era socialista y judío.

Al Consejo de Europa, le dijo: "Dado que los terroristas árabes han fracasado en sus espantosos esfuerzos por causar estragos en Israel, últimamente comenzaron a llevar sus atrocidades contra los israelíes y los judíos a Europa, ayudados e instigados por los gobiernos árabes".

Este comentario provocó un zumbido inquieto que recorrió toda la sala y pareció intensificarse cuando Golda habló con amargura sobre los once atletas israelíes secuestrados y asesinados en los Juegos Olímpicos de Múnich el verano anterior, lo que se vio agravado por la posterior liberación por parte del gobierno alemán de los asesinos que habían sobrevivido a cambio de la liberación de un avión de Lufthansa que había sido secuestrado con sus pasajeros.

"Oh, sí, entiendo perfectamente sus sentimientos", dijo Golda cínicamente, con los brazos cruzados con fuerza. "Entiendo perfectamente los sentimientos de un primer ministro europeo que dice: '¡Por amor a Dios! ¡Alejémonos de esto! Que peleen sus propias guerras en su propio territorio. ¿Qué tienen que ver con nosotros sus enemistades? ¡Déjennos en paz!'. Incluso puedo entender" -esto lo dijo con una voz completamente sombría- "por qué algunos gobiernos pueden llegar a decidir que la única manera de librarse de esta insidiosa amenaza es declarar a sus países fuera de límites sino a los judíos en general, por lo menos a los judíos israelíes y a los judíos que están camino a Israel. Me parece que esta es la elección moral que todo gobierno europeo tiene que hacer en estos días".

"…Hay una sola respuesta… no hay tratos con los terroristas; ningún acuerdo con el terrorismo".

Entonces, cortando el aire con los puños cerrados, con su rostro de granito como sus ojos, tronó: "Los gobiernos europeos no tienen más alternativa que decidir qué van a hacer. A todos los que defienden el estado de derecho les sugiero que hay una sola respuesta: nada de tratos con los terroristas; ningún acuerdo con el terrorismo. Cualquier gobierno que llegue a un acuerdo con estos asesinos lo hace bajo su propio riesgo. Lo que ocurrió en Viena es que un gobierno democrático, un gobierno europeo, llegó a un acuerdo con terroristas. Al hacerlo, ha violado un principio básico del estado de derecho, el principio básico de la libertad de circulación de los pueblos… ¿o debería decir simplemente la libertad básica de los ciudadanos judíos que huyen de Rusia? ¡Oh! ¡Qué victoria para el terrorismo ha sido esta!".

El aplauso que recibió le indicó a Golda Meir que había logrado transmitir su mensaje a una buena porción del Consejo de Europa, así que voló a Viena.

Cuando la hicieron entrar ante el hombre de unos sesenta años impecablemente vestido, que ella sabía que era el hijo de un judío vienés que fabricaba ropa, extendió su mano y él la estrechó mientras se levantaba y efectuaba una leve reverencia, pero sin moverse de detrás de la sólida protección de su escritorio.

—Por favor, tome asiento primera ministra Meir —le dijo formalmente.

—Gracias canciller Kreisky —le respondió Golda, y se sentó en la silla que había frente a él, dejando en el suelo su enorme bolso de cuero negro—. Supongo que sabe por qué estoy aquí.

—Creo que sí —respondió Kreisky, cuyo lenguaje corporal mostraba todas las señales de alguien que no estaba disfrutando del encuentro.

—Nos conocemos hace mucho tiempo —dijo Golda suavemente.

—Así es —dijo el canciller.

—Y sé que, como judío, nunca manifestó el mínimo interés en el estado judío. ¿Verdad?

—Correcto. Nunca mantuve en secreto mi creencia respecto a que el sionismo no es la solución a cualquier problema que pueda enfrentar el pueblo judío.

—Razón de más para que estemos agradecidos a su gobierno por todo lo que ha hecho para permitir que miles de judíos transiten a través de Austria desde la Unión Soviética, pasando por Schoenau hasta Israel.

—Pero el campo de tránsito de Schoenau hace un tiempo que es un problema para nosotros —declaró con frialdad Kriesky.

—¿Qué clase de problema?

—En primer lugar, siempre fue un claro objetivo para los terroristas…

Golda lo interrumpió y con una fuerte sugerencia de reproche le dijo:

—Sr. Kriesky, si usted cierra Schoenau, esto no terminará nunca. En cualquier lugar que los judíos se reúnan en Europa para poder viajar a Israel, serán retenidos por los terroristas.

—¿Pero por qué sólo Austria debe soportar esta carga? ¿Por qué no otros? —dijo Kreisky con amargura.

—¿Quién por ejemplo?

—Los holandeses. Lleven a los inmigrantes en avión a Holanda. A fin de cuentas, los holandeses los representan en Rusia.

Eso era cierto. Desde que los rusos habían roto relaciones diplomáticas con Israel durante la Guerra de los Seis Días en 1967, la embajada holandesa en Moscú representaba los intereses israelíes en el país.

—Oh, estoy segura de que los holandeses estarían dispuestos a compartir la carga si pudieran hacerlo —respondió Golda, tratando de parecer ecuánime—. Pero no pueden. No depende de ellos. Depende enteramente de los rusos. Y los rusos han dejado claro que no permitirán que los judíos salgan de Moscú en avión. Si fuera posible, los llevaríamos en avión directamente a Israel. La única forma en que pueden salir es en tren, y el único país por el que permitirán que transiten los judíos es el suyo.

—Entonces organice que su gente los reciba apenas llegan a Viena y los lleven en avión a Israel —argumentó el canciller defendiendo su postura.

—Eso no es práctico. Usted y yo sabemos que los judíos necesitan mucho coraje sólo para pedir un permiso de salida para salir de Rusia y llegar a nosotros. Ellos pierden sus trabajos, pierden su ciudadanía y los hacen esperar durante años. Y una vez que les otorgan el permiso, a la mayoría apenas les dan más de una semana para empacar, despedirse y partir. Ellos salen a la libertad a cuentagotas y nunca sabemos cuántos hay en cada tren que llega a Viena. Por eso necesitamos un punto de reunión, un campo de tránsito. Necesitamos a Schoenau.

El canciller apoyó los codos sobre el escritorio, juntó los dedos, miró a la mujer directamente a los ojos y dijo con tono santurrón:

—Sra. Meir, la obligación humanitaria de Austria es ayudar a los refugiados de cualquier país que lleguen, pero no cuando eso pone a Austria en peligro. Nunca seré responsable de un derramamiento de sangre en el territorio de Austria.

—¿Acaso no es también un deber humanitario no sucumbir al terrorismo, Herr canciller? —Sus palabras, de repente crudas y furiosas, fueron una declaración de guerra. Lo que había comenzado como un conflicto de opinión entre oponentes ahora era un desagradable duelo entre antagonistas.

Kreisty respondió:

—Austria es un país pequeño, y a diferencia de las grandes potencias, los países pequeños tienen pocas opciones para enfrentar el chantaje de los terroristas.

—No estoy de acuerdo. No puede haber tratos con el terrorismo sin importar cuáles sean las circunstancias. Lo que usted ha hecho sin dudas va alentar a que tomen más rehenes. Usted ha traicionado a los emigrantes judíos.

El hombre frunció el ceño ofendido.

—No puedo aceptar ese lenguaje, Sra. Meir. No puedo…

—Usted ha abierto la puerta al terrorismo, Herr canciller —espetó la primera ministra sin inmutarse—. Ha traído una nueva vergüenza a Austria. Acabo de llegar del Consejo de Europa. Ellos condenan su acto casi unánimemente. Sólo el mundo árabe lo proclama como su héroe.

—Bueno, no hay nada que pueda hacer al respecto —dijo el austríaco con voz inexpresiva y sintiéndose incómodo. A continuación, casi encogiendo los hombros, agregó— Usted y yo pertenecemos a dos mundos diferentes.

—Efectivamente así es, Herr Kreisky —dijo Golda Meir con la voz quebrada por el cáustico cansancio judío—. Pertenecemos a dos mundos muy diferentes.

Golda se levantó, cogió su bolso y se dirigió a la puerta. Mientras lo hacía, entró un asistente del canciller para informar que la prensa estaba reunida en una sala contigua esperando una conferencia de prensa conjunta.

Golda negó con la cabeza y se preguntó: "¿qué sentido tiene?" Nada de lo que pudiera decir a los medios podría marcar una diferencia. Kreisky quería mantener la buena reputación de los árabes; era tan simple como eso. Ella giró y susurró en hebreo a sus asistentes: "No tengo ninguna intención de compartir una plataforma con este hombre. Él puede decirles lo que desee. Yo me voy al aeropuerto". Al canciller Kreisky le dijo con desprecio:

—Renunciaré al placer de una conferencia de prensa. No tengo nada que decir. Me voy a casa —y salió por una escalera trasera.

Cinco horas más tarde, Golda dijo ante la prensa que la esperaba en el aeropuerto Ben Gurión: "Creo que la mejor manera de resumir la naturaleza de mi encuentro con el canciller Kreisky es decir esto: no me ofreció ni un vaso de agua".

Posdata: Schoenau fue cerrado, pero las palabras de Golda desencadenaron tal torbellino de protestas internacionales que el canciller austríaco no tuvo más remedio que ofrecer acuerdos alternativos.

Un día, algunos años más tarde, después de que Menajem Begin asumiera el cargo de primer ministro (1977), yo estaba por entrar a la oficina de su jefe de departamento, Iejiel Kadishai, cuando salió un hombre de aspecto desaliñado, con un sombrero degastado y una gabardina hecha jirones, a quien reconocí como un vendedor ambulante de cerrillas del centro de Jerusalem.

—¿Qué hace aquí ese vendedor ambulante? ¿Lo conoces? —pregunté.

—Seguro, su nombre es Kreisky —me respondió Iejiel sin sorprenderse.

—¿Kreisky qué?

—Shaúl Kreisky, hermano del canciller de Austria, Bruno Kreisky.

Me quedé boquiabierto.

—Me estás tomando el pelo…

—No, en absoluto. Hace años vive aquí. El primer ministro de vez en cuando lo ayuda. Él admira mucho a Begin. Ve tras él y pregúntaselo.

Eso hice. Era cierto.


Este artículo apareció originalmente en el "Jerusalem Post".

El autor fue parte del equipo personal de cinco primeros ministros, entre ellos Golda Meir y Menajem Begin.

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