Cómo la autoestima nos ayuda a tomar decisiones y a elegir correctamente

26/05/2024

8 min de lectura

La constante lucha entre la realidad y la negación.

Un sinfín de decisiones fluyen por nuestras vidas desde el comienzo hasta el final, pero no todas las elecciones son iguales. Si movemos el dedo derecho o el izquierdo, o si elegimos una manta roja en vez de una azul, es una cuestión de preferencias. Es una elección, sí, pero sin un significado moral. Sin importar cuál sea el resultado, no nos sentiremos orgullosos ni avergonzados.

Por supuesto, la vida está llena de decisiones difíciles que tienen consecuencias reales, y, como sabemos, tomar la decisión correcta no siempre es fácil ni cómodo. La autoestima ayuda. Ella estimula el deseo de invertir en nosotros mismos y provee energía para la autodisciplina, empujándonos hacia un comportamiento responsable. Además, cada vez que nos elevamos por encima de nuestra naturaleza, reforzamos este ingrediente clave para la salud psicológica y espiritual.

Sin embargo, en la medida que no nos amamos a nosotros mismos, disminuye nuestra disposición a soportar el dolor a corto plazo para obtener un beneficio a largo plazo. ¿Quién desea esforzarse, soportar penas y dificultades, por alguien que ni siquiera te agrada?

Esta mentalidad es comprensible, pero también bastante problemática. Cuando eludimos nuestras obligaciones y escapamos de las nuevas oportunidades, perdemos más de lo que cabría esperar. Los estudios demuestran que la tendencia a evitar el dolor inherente a la toma de responsabilidad es la base principal de todas las enfermedades mentales y está en el centro de casi todos los problemas emocionales, incluyendo la ansiedad, la depresión y la adicción.

Así es como sucede:

Vivir o dejar morir

Dentro de cada persona existen tres fuerzas internas que a menudo están enfrentadas: el alma, el ego y el cuerpo. En síntesis, el alma busca hacer lo que es correcto; el ego quiere tener razón y verse bajo una luz óptima, y el cuerpo sólo quiere escapar de todo.

Hacer lo que es cómodo o agradables es un impulso del cuerpo. Ejemplos de indulgencias de esta fuerza son comer en exceso o dormir demasiado, en efecto, hacer algo simplemente por cómo se siente. Un impulso del ego puede ir desde hacer una broma a costas de otra persona hasta comprar algo lujoso que está por encima de nuestras posibilidades. Cuando reina el ego, no nos sentimos atraídos por lo que es bueno, sino por lo que nos hace quedar bien.

El ego no se siente atraído por lo que es bueno, sino por lo que nos hace quedar bien.

Con el tiempo, estas elecciones erosionan nuestra autoestima, porque cuando sucumbimos a la gratificación inmediata o vivimos para proteger y proyectar una imagen, nos enfadamos con nosotros mismos y, en última instancia, nos sentimos vacíos por dentro. (Esto significa que un único acto atroz puede infectar nuestro sistema de creencias, y la falta de disposición a afrontar la culpa o la vergüenza resultantes puede manchar toda nuestra visión del mundo).

Cuando no nos gusta quienes somos, nos castigamos con actividades que se disfrazan de placenteras: comer en exceso, abusar del alcohol o de las drogas, diversiones y excursiones sin sentido. Anhelamos amarnos a nosotros mismos, pero en cambio nos perdemos. Incapaces de invertir en nuestro propio bienestar, sustituimos el amor por ilusiones. Estos placeres etéreos enmascaran nuestro autodesprecio, y como el consuelo que buscamos se ve recompensado por un dolor mayor, nos hundimos todavía más en la desesperación.

A medida que nuestro comportamiento se vuelve cada vez más imprudente e irresponsable, el ego se hincha para compensar por los sentimientos de culpa y vergüenza. Nuestra perspectiva se vuelve más estrecha y vemos más el yo y menos el mundo. Esto nos vuelve cada vez más sensibles e inestables.

Perspectiva = Salud mental

Mientras más clara es nuestra perspectiva, más realidad admitimos y más objetivas y racionales serán nuestras actitudes, pensamientos y comportamientos. A medida que el ego crece, las semillas de la inestabilidad emocional echan raíces porque cualquier distorsión de nuestro yo verdadero produce una representación errónea del mundo; y si nuestra comprensión de la realidad es defectuosa, nuestra adaptación a la vida se ve afectada. (En la medida que no podemos aceptar nuestras imperfecciones y limitaciones, trasladamos la culpa a otra parte. En otras palabras: si no hay ningún problema conmigo, entonces el problema debe estar en el otro. Para poder mantenernos sin ningún defecto, nos vemos obligados a distorsionar el mundo que nos rodea).

Cuando una persona pierde la cordura, la capacidad de ver, aceptar y responder a su mundo, ha perdido toda perspectiva.

El Talmud dice que Adam HaRishón ("Adam, el primer hombre"), podía ver de un extremo al otro del mundo. Antes de comer del Árbol del Conocimiento, Adam no tenía ietzer hará ("ego"). Esta entidad estaba representada por la serpiente y era externa a Adam. Por lo tanto, su percepción no estaba limitada.

El ietzer hará sólo entró cuando Adam comió del árbol y se dio cuenta de la diferencia entre el bien y el mal, lo cual cambió su perspectiva. La conciencia del hombre se redujo del mundo objetivo de "verdad y falsedad" a la visión subjetiva de "bueno y malo". Después del pecado, los seres humanos verían para siempre su mundo a través de la turbia lente del "yo".

La inestabilidad emocional es, fundamentalmente, una falta de claridad moral: el grado en el cual el ego nos infecta. En este sentido, todos estamos un poco enfermos. En el momento en que tenemos claro que determinado comportamiento es incorrecto, surge la bejirá ("libre albedrío") y se convierte en una genuina elección. Es decir, elegir el bien sobre el mal. En la medida que nos quedamos cortos, todos somos… bueno… un poco malos.

Las raíces de la infelicidad

En un nivel consciente, no nos resulta fácil admitir ante nosotros mismos que somos egoístas o perezosos, y mucho menos fracasados o defectuosos. Por ello, el ego está equipado con una elaborada serie de mecanismos de defensa para contrarrestar la cruda realidad. A medida que emergen estas defensas, comienza a desarrollarse la inestabilidad, que puede verse como el abismo entre la verdad y nuestra capacidad para aceptarla.

Los mecanismos de defensa se categorizan en función a cómo afectan el funcionamiento del individuo:

  • Nivel III: Defensas neuróticas – por ejemplo intelectualización, formación de reacciones, disociación, desplazamiento, represión, racionalización. Estos mecanismos neuróticos son bastante comunes y causan mayores dificultades a quienes recurren a ellos con regularidad.
  • Nivel II: Defensas inmaduras – por ejemplo, fantasía, proyección, agresión pasiva, acting out (paso al acto). Estos mecanismos disminuyen temporariamente la angustia y la ansiedad provocadas por una situación incómoda, y si se utilizan de forma constante, llevan a graves problemas en la capacidad de la persona para desarrollar estrategias de afrontamiento genuinas con una distorsión mínima d ellos hechos.
  • Nivel I: Defensas patológicas –por ejemplo, negación psicótica, proyección delirante. Estos mecanismos son gravemente patológicos y recrean eficazmente experiencias externas que eliminan la necesidad de enfrentarse a la realidad.

Desdibujamos la realidad, produciendo el fenómeno de la disonancia cognitiva.

Nuestro ego colorea el mundo para que no nos veamos empañados. Sin embargo, antes de pintar la realidad, se produce una colisión en las cavernas inaccesibles del inconsciente, entre la verdad y la falsedad, lo que produce el fenómeno psicológico de la disonancia cognitiva: la sensación incómoda de tensión y angustia que viene al tener simultáneamente dos ideas contradictorias. Desde el punto de vista de la Torá, la disonancia cognitiva es el subproducto de la tensión entre el ietzer hatov (el "alma") y el ietzer hará (el "ego") – una elección entre aceptar la realidad o reducir la disonancia mediante cualquiera de los mecanismos antes mencionados. Los más comunes son: a) evitación, b) negación o c) justificación.

El tabaquismo es un ejemplo clásico de disonancia cognitiva. El fumador puede reconocer que el cigarrillo causa una amplia gama de efectos negativos para la salud, pero probablemente también desea estar sano. La tensión producida por estas ideas inconsistentes puede reducirse por:

  1. No pensar en eso
  2. Rebatir o negar las pruebas
  3. Justificar el hábito de fumar ("Mañana me puede atropellar un autobús", "necesito fumar o subiría mucho de peso"), o
  4. Aceptar la verdad y dar los pasos necesarios para dejar de fumar.

Desde el punto de vista fisiológico, las investigaciones demuestran que "las áreas de razonamiento del cerebro prácticamente se apagan cuando enfrentamos información disonante; y los circuitos emocionales del cerebro se encienden sin reservas cuando se restablece la consonancia". Similarmente, nuestros Sabios dicen: "No hay felicidad como la resolución de la duda", que es la razón por la cual el ego aprovecha cualquier oportunidad para reconciliar el conflicto interno. La siguiente anécdota de "El camino de la menor resistencia" tipifica este proceso, particularmente cuando nuestra autoestima está en juego:

Había un hombre que un día se despertó convencido de que era un zombi. Cuando le dijo a su esposa que era un zombi, ella trató de convencerlo que no era cierto.

—¡Tú no eres un zombi! —le dijo

—Soy un zombi —le respondió.

—¿Qué te hace pensar que eres un zombi? —le preguntó retóricamente.

—¿Acaso piensas que los zombis no saben que son zombis? —le respondió con gran sinceridad.

La esposa comprendió que no iban a ninguna parte, por lo que llamó a la madre de su esposo y le dijo lo que estaba sucediendo. La madre trató de ayudar.

—Yo soy tu madre. ¿Acaso no sabría si hubiera dado a luz a un zombi?

—No lo hiciste. Me convertí en zombi más tarde.

—No eduqué a mi hijo para ser un zombi, ni para que piense que es un zombi —suplicó la madre.

—De todos modos soy un zombi —respondió sin conmoverse por el intento de su madre de apelar a su identidad y a su sentido de culpa.

Ese mismo día más tarde, su esposa llamó [a un psiquiatra].

Le dieron una cita de emergencia, y una hora más tarde el esposo estaba en el consultorio del psiquiatra.

—Entonces, ¿piensas que eres un zombi? —le preguntó el psiquiatra.

—Yo sé que soy un zombi —le respondió el hombre.

—Dime, ¿los zombis sangran? —preguntó el psiquiatra.

—Por supuesto que no. Los zombis son muertos vivos. No sangran.

El hombre se sentía un poco molesto por la pregunta del psiquiatra.

—Bueno, mira esto —dijo el psiquiatra mientras levantaba un alfiler. Tomó el dedo del hombre y le dio un pinchazo. El hombre observó su dedo con gran asombro y no dijo nada durante tres o cuatro minutos. Finalmente dijo:

—Quién lo hubiera pensado… ¡los zombis sí sangran!

Esclavo de la aprobación

Es asombroso hasta dónde puede llegar una persona para evitar enfrentar la verdad y, como ya hemos dicho, negar la realidad tiene un precio.

Agotado y al límite, nuestro ego edita nuestro mundo para asegurarse de que no dejemos entrar nada que pueda herirnos o revelarnos, a nosotros o a los demás. Preocupados por las posibles amenazas a nuestra autoestima, estamos en guardia las 24 horas del día, los siete días de la semana.

Nos escondemos detrás de una fachada cuidadosamente elaborada y la identidad que construimos para protegernos pronto se convierte en un caparazón que nos envuelve. Con el tiempo, caemos en una brecha infernal de potencial no desarrollado, nuestro yo verdadero se debilita y nuestro interior se ahueca. Ya no vivimos para nosotros mismos. Sólo existimos para proteger a nuestra imagen. Esto incluye todos los juegos y las máscaras que llevamos para ofrecer al resto del mundo lo que creemos que es la persona correcta.

Puede que ni siquiera nos demos cuenta hasta qué punto nuestra actitud y nuestro comportamiento (de hecho, nuestra misma identidad) son autoproclamados para evitar la autorreflexión, compensar por el odio a uno mismo y proyectar una imagen que no traicione a ninguno de los dos.

Quien ansía la aprobación se esclaviza a quienes lo halagan.

En el intercambio, nos perdemos a nosotros mismos, contorsionándonos a las imágenes exigidas por los demás para obtener sus elogios. El gran líder del musar, Rav Simja Zissel Ziv, escribió: "Si observas a la gente con atención, verás que alguien que ama la aprobación de los demás se venderá a sí mismo (por así decirlo) como un esclavo a aquellos que lo halagan. Ni siquiera se dará cuenta de lo que le ocurre, por más evidente que sea para un observador externo".

No es sorprendente que nunca estemos verdaderamente saciados. Cuando no nos amamos a nosotros mismos, no podemos dar amor ni sentirnos amados. Incluso cuando la oferta es abundante, con adulación sin medida, experimentamos una realidad diferente: un flujo interminable de amor contaminado. Al final, nos quedamos vacíos por dentro.

Imagina verter agua en un vaso que no tiene fondo. Cuando alguien vierte agua, el vaso se siente y parece lleno. Mientras el vaso se llene constantemente, estaremos satisfechos. Pero en el momento en que alguien deja de llenarlo (con toda su atención, respeto o adoración), el vaso se vacía rápidamente y nos quedamos tan sedientos como siempre. Una copa rota nunca estará llena y nuestra sed nunca podrá saciarse. Sin importar cuánto recibamos.

Esta es la base del fracaso de muchas relaciones. Cuando carecemos de autoestima, alejamos a las personas que desesperadamente queremos en nuestras vidas, porque no podemos entender por qué alguien querría a alguien que no es digno de ser amado. Todo el afecto o la bondad que nos llega apenas es aceptada. Esas manifestaciones no sirven para consolarnos, sino para confundirnos.

Por si fuera poco, cuanto menos autocontrol tenemos, más desesperados estamos por manipular los eventos y las personas que nos rodean, sobre todo a las más cercanas, ya sea de forma abierta o pasivo-agresiva. Dado que el autocontrol conduce a la autoestima, necesitamos sentir que controlamos a alguien, a algo, lo que sea, para tener una sensación de tracción. La baja autoestima puede desencadenar un poderoso deseo inconsciente de usurpar la autoridad, sobrepasar los límites y maltratar a quienes nos quieren.

Cuando no nos queremos a nosotros mismos, sufrimos. Nuestras relaciones sufren. Todos sufren.

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