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Qué manera extraordinaria de terminar un libro; no cualquier libro, sino el Libro de los libros: Moshé ve la Tierra Prometida desde el Monte Nevó, tentadoramente cerca pero tan lejos que sabe que nunca podrá llegar allí. Este es un final que desafía todas las expectativas narrativas. Una historia sobre un viaje debe terminar cuando se llega a destino. Pero la Torá termina antes del fin. Concluye en medio del camino. Está construida como una sinfonía inconclusa.
Quienes la leemos y la escuchamos, sentimos la sensación personal de incompletitud de Moshé. Él dedicó su vida a guiar al pueblo desde Egipto hacia la Tierra Prometida. Sin embargo, no le otorgaron su pedido de completar la tarea y llegar al lugar para el cual dedicó su vida guiando al pueblo. Cuando rezó: "Déjame… cruzar y ver la tierra buena del otro lado del Jordán", Dios le respondió: "¡Suficiente! Nunca me vuelvas a hablar de este tema" (Deuteronomio 3:25-26).
Moshé, el hombre que se presentó ante el faraón exigiendo la libertad de su pueblo, quien no temió desafiar ni siquiera a Dios mismo, quien al bajar de la montaña y ver al pueblo bailando alrededor del Becerro de Oro quebró las Tablas grabadas por Dios, el objeto más sagrado que alguna vez sostuvieron manos humanas, rogó por una pequeña concesión que completaría la obra de su vida, pero no lo logró. Cuando rezó pidiendo por otros, tuvo éxito. Cuando rezó por sí mismo, fracasó. Esto mismo es extraño.
Sin embargo, la sensación de incompletitud no es sólo personal, no es apenas un detalle de la vida de Moshé. Es algo que se aplica a toda la narrativa que se desarrolló desde el comienzo del libro de Éxodo. Los israelitas están en el exilio. Dios encarga a Moshé la tarea de sacar al pueblo de Egipto y llevarlo a una tierra que mana leche y miel, el país que Él había prometido a Abraham, Itzjak y Iaakov. Parece algo muy simple. Ya en Éxodo 13 el pueblo había partido dejando atrás al faraón y un Egipto destruido por las plagas. Pocos días después, se encuentran con otro obstáculo. Frente a ellos está el Mar Rojo. Por detrás se acercan rápidamente las carrozas del ejército del faraón. Entonces ocurre un milagro: el mar se parte en dos. Ellos cruzan sobre tierra seca. Las tropas del faraón, con las ruedas de sus carrozas atrapadas en el barro, se ahogan. Ahora todo lo que se interpone entre ellos y su destino es el desierto. Cada problema que enfrentan (la falta de comida, de agua, dirección, protección) se resuelve a través de la intervención Divina, mediada por Moshé. ¿Qué queda por contar, sino su llegada?
Sin embargo, eso no ocurre. Envían espías para determinar la mejor manera de entrar y conquistar la tierra, una tarea relativamente simple y directa. Pero, inesperadamente, regresaron con un informe desmoralizador. El pueblo se descorazonó y dijo que quería regresar a Egipto. En consecuencia Dios decretó que tuvieran que esperar durante toda una generación, cuarenta años, antes de entrar a la tierra. No fue sólo Moshé quien no cruzó el Jordán. Todo el pueblo no lo hizo para el momento en que termina la Torá. Eso debe esperar hasta el Libro de Iehoshúa, que no forma parte de la Torá sino de los Neviim, los textos proféticos e históricos posteriores.
Esto, desde un punto de vista literario, es muy extraño. Pero no es accidental. En la Torá, el estilo refleja la sustancia. El texto nos dice algo profundo. La historia judía termina sin un final. Cierra sin una conclusión. En el judaísmo no hay un equivalente a "vivieron para siempre felices" (lo más cercano a esto que encontramos en la Biblia es en el Libro de Ester). La narrativa bíblica carece de lo que Frank Kermode llamó "el sentido de un final".(1) El tiempo judío es un tiempo abierto, abierto a un desenlace aún no comprendido, a un destino aún no alcanzado.
Esto no se debe simplemente a que la Torá registra a historia, y que la historia no tiene final. La Torá nos cuenta algo muy diferente a la historia de la forma en que la escribieron los griegos, Heródoto y Tucídides. La historia secular no tiene significado. Simplemente nos cuenta lo que ocurrió. En contraste, la historia bíblica está saturada de significado. Nada ocurre simplemente bemikré, al azar.
Esto queda claro cuando observamos, por ejemplo, el Libro de Génesis. Dios le dice a Abraham que deje su tierra, su lugar de nacimiento y la casa de su padre y que vaya "a la tierra que Yo te mostraré" (Génesis 12:1). Abraham lo hace y para el versículo 5, ya ha llegado. Esto suena como el fin de la historia, pero resulta que apenas es el comienzo. Casi de inmediato hay una gran hambruna en la tierra y Abraham debe partir. Lo mismo le ocurre a Itzjak y eventualmente a Iaakov y a sus hijos. La historia que comienza con un viaje a la tierra termina con sus personajes principales fuera de la tierra, y tanto Iaakov (49:29) como Iosef (50:25) tienen que pedirles a sus descendientes que los lleven a enterrar en la tierra.
Siete veces Dios le prometió a Abraham la tierra: "Mira a tu alrededor, al norte y al sur, al este y al oeste. Toda la tierra que ves te la daré para siempre a ti y a tu descendencia" (Génesis 13:14-15). Sin embargo, cuando muere Sará, él no tiene ni un solo terreno donde poder enterrarla, y tiene que comprar uno a un precio exorbitante. Algo similar ocurre con Itzjak y Iaakov. Génesis termina igual como termina Deuteronomio: con la promesa pero todavía no el cumplimiento, la esperanza pero no la concretización.
Lo mismo ocurre con todo el Tanaj. El segundo libro de Crónicas termina con los israelitas en el exilio. En su versículo final, la última línea del Tanaj, el rey Ciro de Persia da permiso para que los exiliados retornen a su tierra: "Quien esté de Su pueblo entre ustedes, que Hashem su Dios esté con él y suba" (Crónicas II 36:23). Una vez más, anticipación, expectativa, pero todavía no la realidad.
Aquí hay algo significativo, aunque es tan profundo que es difícil explicarlo. La Biblia es una batalla contra los mitos. En un mito, el tiempo es similar al tiempo natural. Es cíclico. Atraviesa fases: primavera, verano, otoño, invierno; nacimiento, crecimiento, declive, muerte… Pero siempre regresa a donde comenzó. La trama habitual del mito es que el orden se ve amenazado por las fuerzas del caos. En la antigüedad, estas eran representadas por los dioses griegos de la destrucción. En épocas más recientes, vimos a las fuerzas oscuras luchar dramáticamente en "la guerra de las galaxias" y "el señor de los anillos". El héroe las desafía. Tropieza, cae, casi muere, pero finalmente triunfa. Se reestablece el orden. El mundo vuelve a ser lo que era. De aquí surge el "fueron felices para siempre". El futuro es la restauración del pasado. Hay un retorno al orden, a cómo eran las cosas antes de la amenaza, pero no hay historia, ni progreso, ni desarrollo, ni resultado imprevisto.
El judaísmo supone una ruptura radical con esta forma de ver las cosas. En cambio, el tiempo se convierte en el escenario del crecimiento humano. El futuro no es como el pasado. Tampoco se lo puede predecir, prever, así como se puede prever el fin de cualquier mito. Iaakov, al final de su vida, les dijo a sus hijos: "Reúnanse y les diré lo que sucederá al fin de los días" (Génesis 49:1). Rashi, citando al Talmud, dice: "Iaakov intentó revelar el fin, pero la Presencia Divina se apartó de él". No podemos predecir el futuro, porque depende de nosotros, de cómo actuemos, de cómo elijamos, de cómo respondamos. El futuro no puede predecirse porque tenemos libre albedrío. Ni siquiera nosotros mismos sabemos cómo responderemos a una crisis hasta que sucede. Sólo en retrospectiva nos descubrimos a nosotros mismos. Nos enfrentamos a un futuro abierto. Sólo Dios, Quien está por encima del tiempo, puede trascender al tiempo. La narrativa bíblica no tiene un sentido de final porque constantemente busca decirnos que todavía no hemos completado la tarea. Eso queda para lograrse en un futuro en el que creemos pero que no viviremos para verlo. Lo atisbamos de lejos, tal como Moshé vio la Tierra Santa desde el otro lado del Jordán. Pero como él, sabemos que todavía no hemos llegado. El judaísmo es la suprema expresión de fe en tiempo futuro.
Hermann Cohen, el filósofo judío del siglo XIX, lo dijo de esta manera:
Lo que no pudo crear el intelectualismo griego, logró crearlo el monoteísmo profético… Para los griegos, la historia sólo está orientada por el pasado. Pero el profeta es un vidente, no un erudito… Los profetas son los idealistas de la historia. Su visión creó el concepto de la historia como el ser del futuro. (El énfasis fue agregado).(2)
Harold Fisch, el estudioso de la literatura, lo resumió en una frase inquietantemente bella: "el recuerdo insatisfecho de un futuro que aún tiene que cumplirse".(3)
El judaísmo es la única civilización que fija su edad de oro no en el pasado sino en el futuro. Escuchamos esto al comienzo de la historia de Moshé, aunque sólo entendemos su significado al final. Moshé le pregunta a Dios: "¿Cuál es Tu Nombre?". Él le responde: "Eié asher Eié", literalmente: "Seré lo que Seré" (Éxodo 3:14). Asumimos que esto significa algo así como "Soy lo que Soy – ilimitado, indescriptible, más allá del alcance de un nombre". Esto puede ser parte del significado. Pero lo fundamental es: Mi nombre está en el futuro. "Soy lo que será". Dios está en el llamado del futuro al presente, del destino a nosotros que todavía estamos en camino. Lo que distingue al judaísmo del cristianismo es que en respuesta a la pregunta: "¿Ha llegado el Mesías?", la respuesta judía siempre es: Todavía no. La muerte de Moshé, su vida no acabada, el hecho de que vislumbrara la tierra del futuro, es el símbolo supremo del todavía no.
No estás obligado a completar la tarea, pero tampoco eres libre para desistir de ella" (Mishnat Avot 2:16). Los desafíos que enfrentamos como seres humanos nunca se resuelven fácil, rápida y completamente. La tarea requiere muchas vidas. Está más allá del alcance de un solo individuo, incluso del más grande de todos. Está por encima del alcance de una sola generación, incluso de la más épica. Deuteronomio termina diciéndonos: "Nunca más se levantó en Israel un profeta como Moshé" (Deuteronomio 34:10). Pero incluso su vida, necesariamente, fue incompleta.
Cuando lo vemos sobre el Monte Nevó, observando a Israel a la distancia, al otro lado del Jordán, sentimos la vasta y desafiante verdad que todos confrontamos. Cada persona tiene una tierra prometida a la que no llegará, un horizonte más allá de los límites de su visión. Lo que lo hace soportable es nuestro intenso nexo existencial entre las generaciones, entre padre e hijo, maestro y discípulo, líder y seguidores. La tarea es más grande que nosotros, pero seguirá latiendo después de nosotros, porque algo nuestro seguirá vivo en aquellos sobre quienes hemos influido.
El mayor error que podemos cometer es no hacer nada porque no podemos hacer todo. Incluso Moshé descubrió que no dependía de él terminar la tarea. Eso sólo lo lograría Iehoshúa, e incluso entonces la historia de los israelitas sólo estaría comenzando. La muerte de Moshé nos dice algo fundamental sobre la mortalidad. La vida no pierde significado porque un día va a terminar. Porque en verdad, incluso en este mundo, antes de pensar en la vida eterna en el Mundo Venidero, nos volvemos parte de la eternidad cuando escribimos nuestro capítulo en el libro de la historia de nuestro pueblo y lo entregamos a aquellos que vendrán después de nosotros. La tarea, construir una sociedad justa y compasiva, un oasis en un desierto de violencia y corrupción, es más grande que la vida de cualquier persona. El pueblo judío ha retornado a su tierra, pero la visión todavía no se ha completado. Todavía hay un mundo violento, agresivo. La paz nos elude, al igual que muchas otras cosas. Todavía no llegamos a destino, aunque podemos verlo a la distancia, tal como ocurrió con Moshé. La Torá termina sin un final para enseñarnos que también nosotros somos parte de la historia; también nosotros estamos en camino. Al llegar a las últimas líneas de la Torá entendemos, tal como entendió Robert Frost en su famoso poema, que:
Tengo promesas que cumplir
Y kilómetros que recorrer antes de dormir.(4)
Shabat Shalom
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