7 min de lectura
El 20 de diciembre del 2013, una joven, Justine Sacco, esperaba en el aeropuerto de Heathrow antes de embarcar en un vuelo a África. Para pasar el rato, envió en Twitter un mensaje de mal gusto sobre los riesgos de contraer el sida. No hubo respuesta inmediata, y ella subió al avión sin tener consciencia de la tormenta que estaba a punto de desatarse. Once horas después, al aterrizar, descubrió que se había convertido en una causa célebre internacional. Su publicación y las respuestas se habían vuelto virales. En los 11 días siguientes la buscaron en Google más de un millón de veces. Fue tachada de racista y la despidieron de su trabajo. De la noche a la mañana se convirtió en una paria.(1)
Las redes sociales han propiciado el retorno de un antiguo fenómeno: la vergüenza pública. Hay dos libros que hablan de esto: "So You've Been Publicly Shamed", de Jon Ronson, y "Is Shame Necessary?", de Jennifer Jacquet.(2) Jacquet cree que es algo bueno. Puede ser una forma de conseguir que las empresas públicas se comporten de forma más responsable. Ronson destaca los peligros. Una cosa es que te avergüence la comunidad de la que formas parte y otra una red mundial de desconocidos que no saben nada de ti ni del contexto en el que se produjo tu acto. Eso se parece más a un linchamiento que a la búsqueda de la justicia.
En cualquier caso, esto nos permite comprender el fenómeno desconcertante de la tzaraat, la enfermedad de la que se habla extensamente en la parashá de la semana pasada y en ésta. Lo han traducido como lepra, enfermedad de la piel o infección escamosa. Sin embargo, hay problemas formidables para identificarla con cualquier enfermedad conocida. En primer lugar, sus síntomas no corresponden con los de la enfermedad de Hansen, también conocida como lepra. En segundo lugar, tal como se describe en la Torá, no sólo afecta a los seres humanos, sino también a las paredes de las casas, los muebles y la ropa. No se conoce ninguna enfermedad que tenga esta propiedad.
Además, la Torá es un libro sobre santidad y la conducta correcta. No es un texto médico. Incluso si lo fuera, como señala David Zvi Hoffman en su comentario, los procedimientos que deben llevarse a cabo no corresponden con los que serían necesarios si la tzaraat fuera una enfermedad contagiosa. Por último, la tzaraat, tal como la describe la Torá, no es una enfermedad, sino una impureza, tumá. La salud y la pureza son cosas totalmente distintas.
Los sabios decodificaron el misterio relacionando nuestra parashá con los casos de la Torá en los que alguien se vio realmente afectado por tzaraat. Un caso ocurrió cuando Miriam habló en contra de su hermano Moshé (Números 12:1-15). Otro ocurrió cuando Moshé le dijo a Dios en la zarza ardiente que los israelitas no creerían en él. Su mano se volvió por un momento "leprosa como la nieve" (Éxodo 4:7). Los Sabios consideraron que la tzaraat era un castigo por lashón hará, hablar mal de otra persona o denigrarla.
Esto los ayudó a explicar por qué los síntomas de la tzaraat (moho, decoloración) podían afectar a las paredes, los muebles, la ropa y la piel humana. Se trataba de una secuencia de advertencias o castigos. En primer lugar, Dios advertía al infractor enviando una señal de la afección en las paredes de su casa. Si el infractor se arrepentía, la enfermedad cesaba. Si no lo hacía, sus muebles se veían afectados, luego sus ropas y finalmente su piel.
¿Cómo debemos entender esto? ¿Por qué se consideraba el "hablar mal" un delito tan grave que llevaba a que fueran necesarios estos extraños fenómenos para señalar su existencia? ¿Y por qué se castigaba de esta manera y no de otra?
La antropóloga Ruth Benedict con su libro sobre la cultura japonesa "El crisantemo y la espada", popularizó una distinción entre dos clases de sociedad: las culturas de la culpa y las culturas de la vergüenza. La antigua Grecia, como Japón, era una cultura de la vergüenza. El judaísmo y las religiones influidas por él (la más evidente, el calvinismo) eran culturas de la culpa. Las diferencias entre ellas son sustanciales.
En las culturas de la vergüenza, lo que importa es el juicio de los demás. Actuar moralmente significa ajustarse a los papeles, las normas y las expectativas públicas. Haces lo que los demás esperan que hagas. Se siguen las convenciones de la sociedad. Si no lo haces, la sociedad te castiga sometiéndote a la vergüenza, el ridículo, la desaprobación, la humillación y el ostracismo. En las culturas de la culpa, lo que importa no es lo que piensen los demás, sino lo que te dice la voz de la conciencia. Vivir moralmente significa actuar de acuerdo con imperativos morales interiorizados: "Debes" y "No debes". Lo que importa es lo que sabes que está bien y lo que está mal.
En las culturas de la vergüenza, las personas están orientadas hacia los demás. Se preocupan por cómo aparecen a los ojos de los demás, o como diríamos hoy, por su "imagen". Las personas de las culturas de la culpa están orientadas hacia el interior. Se preocupan por lo que saben de sí mismas en momentos de absoluta honestidad. Aunque tu imagen pública no se vea dañada, si sabes que has obrado mal te sentirás incómodo. Te despertarás por la noche, preocupado. "¡Oh, conciencia cobarde, cómo me afliges!", dice el Ricardo III de Shakespeare. "Mi conciencia tiene mil lenguas diversas / Y cada lengua trae un cuento diverso / Y cada cuento me condena por villano". La vergüenza es la humillación pública. La culpa es un tormento interior.
La emergencia de una cultura de la culpa en el judaísmo derivó de su comprensión de la relación entre Dios y la humanidad. En el judaísmo no somos actores en un escenario con la sociedad como público y juez. Podemos engañar a la sociedad, pero no a Dios. Toda pretensión y orgullo, toda máscara y personaje, el cultivo cosmético de la imagen pública son irrelevantes: "Dios no mira lo que mira la gente. La gente mira la apariencia exterior, pero Dios mira el corazón" (Samuel I 16:7). Las culturas de la vergüenza son colectivas y conformistas. En cambio, el judaísmo, arquetipo de la cultura de la culpa, pone el acento en el individuo y en su relación con Dios. Lo que importa no es si nos ajustamos a la cultura de la época, sino si hacemos lo que es bueno, justo y correcto.
Esto hace que la ley de tzaraat sea fascinante, porque, según la interpretación de los sabios, constituye uno de los raros casos en la Torá de castigo por vergüenza y no por culpa. La aparición de moho o decoloración en las paredes de una casa era una señal pública de un mal acto privado. Era una forma de decir a todos los que vivían allí o lo visitaban: "En este lugar se han dicho cosas malas". Poco a poco, las señales se acercaban cada vez más al culpable, apareciendo a continuación en su cama o en su silla, luego en su ropa, después en su piel, hasta que finalmente se le diagnosticaba como contaminado:
La persona afectada de tzaraat en quien esté la afección tendrá sus vestimentas rasgadas y no se cortará el cabello y hasta el bigote se cubrirá; "¡impuro, impuro!" deberá clamar. Todos los días en que tenga la afección permanecerá impuro, impuro es. Aislado deberá permanecer; fuera del campamento será su morada. (Levítico 13:45-46)
Estas son las expresiones por excelencia de la vergüenza. Primero está el estigma: las marcas públicas de desgracia o deshonor (la ropa rasgada, el cabello despeinado, etc.). Luego viene el ostracismo: la exclusión temporal de los asuntos normales de la sociedad. Esto no tiene nada que ver con la enfermedad y sí con la desaprobación social. Esto es lo que hace que la ley de la tzaraat sea tan difícil de entender al principio: es una de las raras apariciones de la vergüenza pública en una cultura que no se basa en la vergüenza, sino en la culpa.(3) Sin embargo, no ocurrió porque la sociedad expresara su desaprobación, sino porque Dios le estaba indicando que lo hiciera.
¿Por qué específicamente en el caso del lashón hará, "hablar mal"? Porque el lenguaje es lo que mantiene unida a la sociedad. Los antropólogos sostienen que el lenguaje evolucionó entre los humanos precisamente para reforzar los lazos entre ellos, de modo que pudieran cooperar en grupos más grandes que cualquier otro animal. Lo que sostiene la cooperación es la confianza. Esto me permite y me anima a hacer sacrificios por el grupo, sabiendo que puedo confiar en que los demás harán lo mismo. Precisamente por eso el lashón hará es tan destructivo. Socava la confianza. Hace que las personas desconfíen unas de otras. Debilita los lazos que mantienen unido al grupo. Si no se controla, el lashón hará destruirá cualquier grupo al que ataque: una familia, un equipo, una comunidad, incluso a una nación. De ahí su carácter singularmente malicioso: utiliza el poder del lenguaje para debilitar aquello para lo que el lenguaje fue creado; es decir, la confianza que sostiene el vínculo social.
Por eso el castigo para el lashón hará era ser excluido temporalmente de la sociedad mediante la exposición pública (las señales que aparecen en las paredes, los muebles, la ropa y la piel), la estigmatización y la vergüenza (la ropa rota, etc.) y el ostracismo (ser obligado a vivir fuera del campo). Es difícil, tal vez imposible, castigar al chismoso malintencionado utilizando las convenciones normales de la ley, los tribunales y el establecimiento de la culpabilidad Esto se puede hacer en el caso de motzí shem ra, difamación o calumnia, porque todos estos son casos de hacer una declaración falsa. Lashón hará es más sutil. No se lleva a cabo mediante la falsedad, sino mediante la insinuación. Hay muchas formas de dañar la reputación de una persona sin mentir. Alguien acusado de lashón hará puede decir fácilmente: "Yo no dije eso, no quise decir eso, y aunque lo haya dicho, no dije nada que fuera falso". La mejor manera de tratar a las personas que envenenan las relaciones sin decir realmente falsedades es nombrarlas, avergonzarlas y rechazarlas.
Esto, de acuerdo con los Sabios, es lo que hacía milagrosamente la tzaraat en la antigüedad. Ya no existe en la forma descrita en la Torá. Pero el uso de Internet y las redes sociales como instrumentos de vergüenza pública ilustra tanto el poder como el peligro de una cultura de la vergüenza. La Torá sólo la invoca en contadas ocasiones, y en el caso del metzorá sólo por un acto de Dios, no de la sociedad. Sin embargo, la moraleja del metzorá permanece. El cotilleo malicioso, el lashón hará, socava las relaciones, erosiona el vínculo social y daña la confianza. Merece ser denunciado y avergonzado.
Nunca hables mal de los demás y aléjate de quienes lo hacen.
NOTAS:
Nuestro newsletter está repleto de ideas interesantes y relevantes sobre historia judía, recetas judías, filosofía, actualidad, festividades y más.