Cómo la fe y el optimismo ayudaron a restaurar mi mente, mi cuerpo y mi alma

15/05/2022

19 min de lectura

Mi viaje por el territorio inexplorado del cáncer.

En el 2005, mi madre fue diagnosticada con cáncer pancreático y falleció 18 meses después. Fue como si hubieran sacado el sol del cielo.

Allí estábamos todos, mis hermanos y mi padre, tratando de movernos por el mundo que había quedado bajo un nuevo velo de oscuridad. Entonces, sólo dos años después, a mi hermano, el más joven de todos, le encontraron un tumor cerebral que lo mantuvo enfermo durante tres años extenuantes hasta que finalmente cobró su vida en agosto 2011, dejando una esposa, que es como una hermana, y tres niños pequeños totalmente desconsolados. Estas dos pérdidas sucesivas fueron como una herida rociada con toda la sal del mundo, un golpe doble al alma, una broma cruel enviada desde el espacio que dejó dos huecos gigantes en nuestros corazones.

Además del dolor de esa tremenda pérdida, hubo consecuencias logísticas, especialmente para nuestro padre, quien había planeado toda su vida como si él fuera a partir primero, dejando a mi hermano como el hombre de la casa para finalmente tomar el liderazgo. Al encontrarse en ese enredo de tristeza y desafío, la salud de mi padre comenzó a declinar y dos años más tarde, en diciembre del 2013, también lo perdimos a él.

Mi padre zt”l, mis dos hermanas, yo (la segunda a la derecha) y mi hermano zt”l.

Quedamos en este mundo sólo las tres hermanas, sin padres y sin hermano, embarcándonos en un nuevo capítulo de nuestras vidas, viajando ida y vuelta entre Miami y Perú, donde nacimos, intentando reconciliar nuestro agudo dolor con nuestro intento de entender y manejar la empresa familiar. Era increíblemente difícil, pero al menos estábamos las tres juntas, sanas, con nuestras propias familias y decididas a seguir adelante con nuestras vidas.

Un pequeño bulto

Durante el calor de un día de agosto, ocho meses después del fallecimiento de mi padre, sentí un dolor debajo de mi pecho derecho, justo donde está el alambre del sostén. Debe ser un moretón, pensé, pero no recordaba haberme chocado ni haberme lastimado con nada. Como me había hecho una mamografía en mayo, sabía que no había nada por lo que debiera preocuparme.

De todos modos, fui a mi médica, sólo para estar tranquila, y ella me hizo una ecografía. “No veo nada. Probablemente estiraste demasiado un músculo”, me dijo, y me mandó a casa. Entonces viajé a Perú con mis hermanas, pero diez días después, cuando regresé, el dolor misterioso seguía allí, excepto que ahora no era sólo un dolor, sino también un pequeño bulto.

Ese mismo lunes regresé a la médica, esperando (rezando) que volviera a decirme que no era nada.

—¿Qué haces de nuevo aquí? —me preguntó sorprendida.

—Sólo quiero un veredicto final de esto para que no me obsesione y después prometo dejar el tema.

—De acuerdo, veamos qué hay aquí.

Ella comenzó a examinarme, siguiendo mi dedo con el sensor del ecograma hasta el lugar que le señalé en mi pecho derecho. Entonces se detuvo y la expresión de su cara abruptamente pasó de la calma a la preocupación, como un día soleado en el trópico que de pronto se pone oscuro.

—Dios mío. Lo veo… y no me gusta nada.

Nueve palabras que cambiaron todo. La primera piedrita en el estanque que comenzó a formar círculos.

”Dios mío. Lo veo… y no me gusta nada”. Nueve palabras que cambiaron todo.

Ella me llevó a otra habitación para una biopsia con aguja. Al mediodía del día siguiente me llamó para confirmar lo que ambas temíamos, pero no podíamos creer: cáncer. Me dijo que fuera a su consultorio para hablar cara a cara. Con mi esposo Saby nos sentamos del otro lado de su escritorio, perplejos, una ráfaga de preguntas volando sobre nosotros como espectros. ¿Cómo puede pasar esto si en mayo la mamografía estaba bien? ¿Cómo es posible que la ecografía que hice diez días antes no registrara nada? 

Ella nos explicó que el bulto estaba ubicado en un lugar muy difícil de detectar y ambas llegamos a comprender que, para bien o para mal, fue mi obstinación con ese dolor extraño lo que nos llevó a ese momento.

La médica llamó a un colega en el Hospital Bautista para que me hiciera una lumpectomía dos días después. Pero antes de la cirugía, me aconseja considerar esperar los resultados de un examen genético para determinar si soy BRCA positiva, si había una mutación hereditaria en uno de mis genes, lo que implicaría que tengo un riesgo mucho más alto de desarrollar cáncer de mama o cáncer de ovario comparada con alguien que no tiene la mutación. Saber eso ayudaría a decidir la naturaleza de la cirugía y potencialmente disminuiría la necesidad de una segunda operación todavía más compleja.

Pero independiente de lo que el examen genético pudiera revelar, no quería esperar tres semanas hasta tener el resultado de un examen para que me sacaran el bulto. Lo quiero fuera de mi cuerpo ahora mismo. Seguro, haría el examen, pero no iba a esperar. Si después precisaba una segunda cirugía, que así fuera. Pero en este momento, la lumpectomía me resultaba urgente y no quería perder tiempo para realizarla.

Triple negativo

Dos largas semanas después, llegaron los resultados de la lumpectomía. La mala noticia: era “triple negativo”, una clase de cáncer de mama que es agresivo y difícil de tratar. La buena noticia: era sólo estadio uno. Poco después recibí también los resultados del examen genético y me enteré que soy BRCA1 positiva.

Con mis nietos

Nunca hubiera podido imaginar para mí una realidad médica que incluyera tanto cáncer mamario estadio uno y BRCA1 positivo. Sin embargo, no tenía más alternativa que lanzarme a un modo de acción predeterminado, porque por más difícil que fuera enfrentar esa nueva realidad, también entendí intuitivamente que tener una actitud optimista era lo único que podía llegar a anestesiar suavemente esa situación para mí, para mi esposo y para mis hijos (para quienes aún tenía que seguir siendo una madre sin importar lo que ocurriera) y para todas las personas a mi alrededor.

Con la reciente pérdida de nuestros padres y de nuestro querido hermano, la idea de decirles a mis hermanas que ahora yo también tenía cáncer era tan devastadora como la enfermedad misma. Por eso asumí la responsabilidad de mantener la compostura, irradiar esperanza y determinación, aunque sólo fuera por el bien de mis hermanas. Sabía que ese show de fortaleza y valentía mantendría a todo el mundo unido. Sabía que agregar una perspectiva positiva a ese momento tan difícil sería como agregar luz solar a una planta que se está marchitando. Y mantener la esperanza básicamente me ayudaría a mantenerme a mí misma y a volver a echar raíces.

Además de comenzar quimioterapia, empecé a explorar los protocolos para una mastectomía doble, porque descubrí que cuando eres BRCA1 positivo las posibilidades de volver a tener cáncer de mama aumentan en un 80%. No quería vivir toda mi vida teniendo que hacerme una resonancia magnética cada tres a seis meses. Lo mejor es liberarme por completo de esto de una vez. Aquí volvió a aparecer ese optimismo, un regalo por el que le agradezco a Dios. Lo que me motivó a actuar. Mi modo predeterminado de funcionamiento. Mi amor por la vida.

¿Cómo es posible que las cosas sigan empeorando?

Debido a que era BRCA1 positivo y tenía un riesgo mayor de desarrollar cáncer, los médicos me recomendaron considerar también la posibilidad de extirpar mis ovarios. “Cuando acabes tu quimio; cuando pases tu doble mastectomía; cuando acabes con la reconstrucción y cuando avances en tu recuperación, tal vez desees extirpar los ovarios como precaución”. Nuevamente una voz interior me dijo que no esperara, una sensación de urgencia desde algún lugar profundo de mi ser sabía que debía levantarme y tomar el volante.

Con mis padres

Prefería tener la opción de evitar otra ronda de quimioterapia si algo llegaba a aparecer y simplemente despedirme de mis ovarios en ese momento. Entonces fijé una cita con un ginecólogo oncológico en Hollywood, Florida, quien me recibiría una semana más tarde. En esa época también conocí a la Dra. Elisa Krill Jackson, una oncóloga de cáncer de mama que me gustó mucho y la incorporé a mi equipo médico. Ella de inmediato sugirió lo que yo planeaba hacer:

—Extirpa tus ovarios antes de comenzar la quimio… Por si acaso…

—Gracias a Dios. Eso es exactamente lo que mi instinto me decía que debo hacer… Ya tengo una cita con el cirujano.

Una semana más tarde me operan para extirpar mis ovarios, un procedimiento ambulatorio relativamente sencillo, que decidí realizar por razones preventivas. Cuando en medio de la cirugía el médico encontró tumores cancerígenos no en uno, sino en mis dos ovarios, se quedó boquiabierto.

Lo que comenzó aparentemente como un pequeño e inofensivo dolor misterioso en mi pecho se había convertido en una complicada carrera de obstáculos médicos que ponían en riesgo mi vida.

Me diagnostican cáncer de ovario, estadio 1C. Antes de poder entenderlo, comprendí que lo que comenzó aparentemente como un pequeño e inofensivo dolor en mi pecho se había convertido en una complicada carrera de obstáculos médicos que ponían en riesgo mi vida. La idea de que probablemente no es nada resonaba como una sirena en mi cerebro, porque en realidad era todo. En vez de permitirme liberar todos esos sentimientos en un estado de pánico y terror, de inmediato comencé a visualizarme como una sobreviviente exitosa, dispuesta a hacer cualquier cosa que me sugirieran los médicos, preparada para ser el mejor soldado en la batalla por mi propia supervivencia.

Mi oncóloga prescribió seis rondas de quimioterapia durante unos cuatro meses, durante los cuales me fue bastante bien considerando todos los elementos en juego. Luego me hicieron la doble mastectomía y una vez que me recuperé, finalmente pude realizar la reconstrucción. Afortunadamente, mis pechos han estado bien desde entonces.

¿Revisaste hoy tu páncreas?

Pero en agosto del 2018, cuatro años después de mi diagnóstico de cáncer de mama y de ovario, un año antes de alcanzar la meta de cinco años de los sobrevivientes de cáncer, salió a la luz otro descubrimiento, otra circunstancia aparentemente aleatoria que encendió otro fosforo. Me enteré que no sólo mi madre tuvo cáncer pancreático, sino que también dos de sus primos sufrían la misma enfermedad. Al saber que era BRCA1 positivo, mi alarma interna volvió a sonar y decidí revisarme, sólo para estar segura que todo estaba bien.

Conversé con mi oncóloga y ella estuvo de acuerdo en que era una buena idea revisar mi páncreas. Llamó a un especialista para una endoscopia ultrasónica, pero la cita más cercana que podían darme era en diciembre, cinco meses más tarde. Bueno, no estoy apurada. Sólo estoy actuando de forma proactiva por lo que me enteré de los primos, pensé. En diciembre me llamaron del consultorio del médico para atrasar la cita para febrero. De acuerdo, no hay apuro. Finalmente, llegó febrero y fui al especialista. Él decidió comenzar con una resonancia magnética y, como si mi destino fuera que siempre salgan los peores resultados posibles, encontró una masa en mi páncreas.

No tenía ningún síntoma previo. Nada. Ese examen de precaución fue otra acción tomada bajo el mandato de esa molesta sensación de urgencia que me seguía diciendo durante meses y años que siguiera actuando.

—Esta masa parece benigna. Yo recomiendo que simplemente hagamos un seguimiento con otra resonancia —me dijo el médico cuando discutimos los pasos a seguir.

—Doctor, con todo respeto, ¿la masa debería estar ahí? —le pregunté, aliviada con su valoración inicial, pero no lo suficiente como para dejar de presionar—. Porque si no debería estar allí, benigna o no, no la quiero ahí. Quiero que la saque.

—¿Por qué quiere hacer eso?

—Porque así soy yo —le respondió la sobreviviente que hay en mi como un capitán de un barco.

La semana siguiente consulté con un cirujano. Nos sentamos frente a la pantalla y revisamos otra vez todo el tema.

–Si, veo la masa. Ahí está. He leído toda su historia, pero tengo que decirle que esta masa realmente se ve benigna —me dijo e intentó darme una elaborada explicación respecto a por qué pensaba de esa manera.

–No me importa. No la quiero ahí.

—¿Está segura? No quisiera que se despierte de la cirugía y descubra que tuve que sacar una parte significativa de su páncreas en perfecto estado cuando realmente no era necesario.

–Sí, estoy segura. Sáquela.

—De acuerdo. Pero quiero que se haga una biopsia antes de realizar la cirugía.

—Muy bien —le dije, determinada a que las cosas avancen.

Me hicieron la endoscopia ultrasónica para la biopsia y mientras estaba anestesiada, el médico se sorprendió al descubrir que la masa en mi páncreas en realidad era cáncer. En medio del procedimiento, comenzó a llamar por teléfono al laboratorio del hospital, a mi oncóloga… Simplemente no podía creer que tendría que darme esa noticia cuando me despertara. Formalmente me diagnostican con adenocarcinoma, cáncer de páncreas en estadio temprano.

De inmediato programé la cirugía laparoscópica con el cirujano que me había pedido la biopsia, porque no había tiempo que perder. Pero dada toda la incertidumbre alrededor de la masa y tras recibir el consejo de personas bien informadas sobre cáncer pancreático, pospuse la cirugía y decidí pedir una segunda opinión. Uno de mis primos con cáncer pancreático vive en Washington DC y lo operó uno de los mejores cirujanos en el campo. Consulté con él en el hospital Johns Hopkins y decidí realizar ahí la cirugía.

Cuatro hermanos

El 8 de marzo del 2019, el día de la cirugía, ya estaba con mi bata y la aguja intravenosa en mi brazo. El médico me miró seriamente y me dijo:

—Hemos revisado cuidadosamente las otras tomografías (para entonces ya me habían realizado un PET en Miami y en John Hopkins) y no vimos nada más. Pero ahora el radiólogo dijo que vio una lesión en tu hígado y tengo que revisarlo, por las dudas. Si esa lesión resulta ser algo, voy a cancelar la cirugía y te cerraremos, porque será más importante comenzar con quimio que esperar hasta la recuperación, lo cual lleva por lo menos ocho semanas.

— De acuerdo, entiendo —dije, acostumbrada ya a los peores escenarios, pero aterrorizada de que esta vez pudiera ser todavía peor. Al despertarme de la cirugía me enteré que, de hecho, el cáncer había hecho metástasis en mi hígado. La noticia me la dieron mi esposo, mi hermana y mi cuñado, quienes estaban a mi lado y habían tenido la oportunidad de digerir la noticia mientras yo estaba dormida. Pasé de no tener nada, a una masa benigna, a una detección temprana de cáncer pancreático estadio IV.

—Comienza con quimioterapia. Si respondes bien, regresa y te prometo realizar tu cirugía —me dijo el médico. De acuerdo con el protocolo, la mayoría de los cirujanos no operan a pacientes con cáncer pancreático estadio IV, por lo que su comentario fue extremadamente relevante.

Tocar fondo

Siempre se habla de "tocar fondo". Sin duda alguna, eso fue lo que me pasó en ese momento. Un punto tan desesperadamente bajo que me tragué por completo la posibilidad de seguir adelante. Era una mezcla de tristeza y miedo que me aplastaba emocionalmente, al punto de no poder ni siquiera reconocerme a mí misma. Un desaliento. Un pánico desesperado. La profundidad de saber que había perdido a mi madre por cáncer pancreático. Aunque había podido tomar los diagnósticos anteriores con más optimismo, esta vez era diferente.

Era una mezcla de tristeza y miedo que me aplastaba emocionalmente, al punto de no poder ni siquiera reconocerme a mí misma. Un desaliento. Un pánico desesperado.

Una semana después regresé a Miami y de inmediato comencé mis doce rondas de quimioterapia. Para el cáncer pancreático hay dos protocolos principales y dado que yo ya había hecho quimioterapia, mis doctores quisieron enfocarse en el protocolo correcto y decidieron identificar cuál medicamento tenía más efecto en mi cuerpo.

Mi panorama emocional era desalentador y la logística de mi tratamiento muy intensa. Pero junto con todos los remedios y la intensidad médica llegó algo más. Esa parte mía que cuando me dijeron que tenía cáncer de mama supo que el optimismo era la clave para superarlo, ahora comenzó a captar que ese mismo optimismo no sólo debía regresar, sino que debía ser todavía más intenso.

Con la ayuda de Dios, como dos semanas después de mi primer tratamiento un día me desperté de ese lugar de temor desesperanzado y comencé a buscar desesperadamente herramientas para volver a ser yo misma. Para recuperar la actitud de mente sobre cuerpo que había mantenido en mi lucha anterior y conscientemente decidí activar cada uno de mis recursos para poner mi mente en orden y luchar por mi vida. Me reconecté con Dios; miré a mi alrededor, a mi familia y amigos, empecé a escuchar sus consejos, abrí mi corazón al amor y a los rezos y comencé a sentirme tremendamente agradecida en medio de días muy oscuros. De pronto encontré la fuerza para hacer mi parte. Era posible que hubiera llegado a tocar fondo, pero me negaba a tener un aterrizaje forzoso.

La creencia como biología

Sufrir es parte integral de la experiencia de la vida. Por supuesto, tenemos alegría y éxtasis, pero no sin la otra parte inherente de dolor y miseria; de sentimientos tan catastróficos que parecen ser pequeñas muertes. Sí, el sufrimiento es universal, pero la forma en que lo manejamos es lo que finalmente traza el curso de la experiencia. ¿El cáncer es una tragedia y una crisis? Bueno, ese es un lado de la moneda, porque queda claro que para mí el cáncer también fue una ventana hacia mi auto optimización, una educación anatómica, un testamento al profundo amor de mi esposo y de mi familia, y una llamada personal para crecer.

De alguna manera, a través del agotamiento del paciente, comenzó a revelarse la lección más importante: que tenía que ser un soldado en la batalla por mi supervivencia, que mi actitud debía actuar como el principal general de esa brigada. Entonces enfrenté mi actitud como un entrenador con su jugador estrella: Vamos, eres una guerrera. Tú puedes con esto. Puedes brillar como el sol sin importar cuán oscuro se ponga. Con ese nivel de optimismo radical caminé hacia lo desconocido.

Mi mantra: la única cosa sobre la que tengo control es mi actitud.

Mi mantra: la única cosa sobre la que tengo control es mi actitud. Si dejo que mis pensamientos se consuman por estadísticas médicas y por las opiniones de los médicos sobre mi condición, mi propia mente será el primer obstáculo para mi cura y recuperación. Por lo tanto, necesitaba herramientas y también a otros pacientes de cáncer con quienes hablar y compartir, personas que pudieran escucharme con empatía y me brindaran un lugar seguro para desahogarme, llorar, reír y animarme.

Por esa época me enteré que había un grupo de WhatsApp formado por miembros de mi familia llamado “Equipo Rosi”. Este incluía a toda clase de personas, desde amigos y parientes súper cercanos, gente que me conocía del pasado y todo tipo de personas entremedio, que se habían unido para rezar por mi salud. Cada día entre todos recitaban el Libro de Salmos completo. Era como una onda digital de energía que coloreaba cada mañana de esperanzas, arraigados en las palabras divinas de uno de nuestros más hermosos textos antiguos. Ese gesto colectivo de esperanza me impulsó hacia adelante. Su convicción me alentó a seguir.

Con la ayuda, guía y apoyo de tantos amigos y parientes cercanos, seguí construyendo mi caja de herramientas de sobrevivencia física, espiritual y emocional. Al enfrentar los desafíos, escojo el valor en vez de la tristeza. En lugar de lástima, opto por propósito. Estaba decidida a mantenerme activa, no reactiva. Comencé a vivir en un constante modo de auto-optimización, probablemente activado por mi desesperado deseo de vivir, de estar con mi familia, de ver a mis nietos crecer, de cumplir tantos planes futuros que comparto con mi esposo. Entendí que si deseaba que mi quimio funcionara, tenía que ser mi propio equipo de porristas. Tenía que reunir las fuerzas de todo mi ser (mente, cuerpo y alma) para crear el lugar en donde Dios pudiera efectuar su sanación. Debía ser el vehículo que enviaba los mensajes perfectos a cada una de mis células.

Al enfrentar los desafíos, escojo el valor en vez de la tristeza. En lugar de lástima, opto por propósito.

Comencé mi propia sanación y recuperación como una obligación personal. Eso se convirtió en el motor de mi propósito. No confiaba sólo en la medicina para devolverme la salud, sino que transformé mi vida en una medicina viviente. En primer lugar, tenía la bendición de estar rodeada de personas positivas, que me amaban y me alentaban, lo cual creo que es el campo de fuerza inmediato que uno necesita para este tipo de batalla. En mi esposo, Saby, encontré resiliencia y dirección; en mis hijos, motivación y en los ojos de mis nietos, esperanza. La fuerza de este amor es tan fuerte que colocó mi bienestar como la primera de mis prioridades. Cuando me siento deprimida, una sonrisa de uno de estos seres queridos es como agua fresca para una flor. Cuando ellos creen en mí, yo puedo creer en mí misma.

Leí La bailarina de Auschwitz, de la Dra. Edith Eva Eger, una sobreviviente del Holocausto y famosa psicóloga clínica que invita al lector a abrazar lo positivo; a extraer sabiduría del trauma y esperanzas de la creencia. También leí El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl, el sobreviviente del Holocausto que delineó su método psicoterapéutico de sanación incorporando el hecho de enfocarse en un propósito en la vida por el cual sentirse positivo y luego visualizar ese resultado. “En definitiva, la persona no debería preguntar cuál es el significado de su vida, sino reconocer que es a ella a quien se le pregunta”, escribió Frankl. “En una palabra, la vida cuestiona a cada persona y solamente ella puede responderle a la vida respondiendo por su propia vida. A la vida sólo puede responderle siendo responsable”.

Mi cuerpo, a su pesar, se convirtió en realidad en mi templo. Lo alimento con los alimentos nutritivos que sé que optimizarán mis células. Asimismo, alimento mi cerebro con felicidad sanadora, y nutro mi espíritu y mi cuerpo. Rezo cada día, leo Salmos y medito.

Mi adorado esposo Saby y yo

Pero el nivel más alto de mi sanación se manifiesta como servicio, cuando hablo con otros pacientes de cáncer que se acercan a mí y soy capaz de ser un faro para ellos en la agonía de la tormenta, tal como otros lo fueron para mí. Sé que al participar activamente dando fuerza a otros pacientes, me doy fuerzas a mí misma. Al dar de mí, me lleno.

Cuando comencé a sentirme más positiva, activa y optimista sobre mi futuro, la verdad sobre el bienestar se volvió completamente clara: los médicos sólo pueden hacer una parte del trabajo. El paciente debe hacer el resto. Bueno, el paciente y su sistema de apoyo, que en mi caso fue el equipo de mi familia, comunidad y mi hermoso círculo de amigos, cuya abrumadora cantidad de rezos me alimentó de amor y fuerzas para seguir adelante.

Somos los capitanes de nuestra curación individual

Cada oncólogo que encontraba durante mis sesiones de quimioterapia me decía que ni siquiera pensara en la cirugía al final de mi tratamiento. La negatividad era tan palpable que comencé a dudar de lo que me había prometido el médico en John Hopkins.

En julio, más o menos en la octava ronda de quimioterapia, regresé a John Hopkins, quizás un poco prematuramente, decidida a realizarme la cirugía. El doctor confirmó que la haría porque estaba respondiendo bien al tratamiento, y decidimos esperar a terminar las doce rondas de quimio.

Después de siete increíblemente intensos meses de quimio, agotamiento y una latente angustia sobre el destino final de la próxima cirugía, finalmente volví al cirujano en diciembre de 2019. “Voy a operar. Esta vez, sin importar lo que vea, no voy a abortar la cirugía”, me dijo. Me operó y revisó todo, usando el mismo corte quirúrgico que ya tenía, comenzando por mi pecho y bajando hasta el ombligo. Quitó el tumor de mi páncreas, evaluó mi hígado y extirpó mi bazo y 33 nódulos linfáticos, de los cuales dos resultaron positivos.

Me llevó alrededor de ocho semanas recuperarme de esa cirugía, después de la cual todo mi equipo médico evaluó mis informes y el estatus de patología (el cual pareció estar libre de cáncer en ese momento) y decidieron que comenzara un programa de mantenimiento tomando una pastilla de quimio, la cual es un inhibidor de PARP que fue descubierto en Israel y aprobado por la federación de alimentos y medicamentos de los Estados Unidos en diciembre de 2019 para tratar a pacientes que son BRCA positivos, tienen estadios tardíos de cáncer de páncreas y respondieron bien al tratamiento de quimioterapia. Consulté con una médica en Sloan Kettering y ella me dijo: “Tienes tres opciones: no hacer nada, hacer quimio o tomar las pastillas”. Pero a riesgo de sonar redundante, y ahora obsesionada con las segundas opiniones, consulté con un médico oncólogo de Bruckner en el Bronx, a quien también había visto antes, y me él me dijo: “Lamento decir esto, pero estoy en completo desacuerdo. Creo que deberías hacer seis meses más de quimio y entonces tomar las pastillas”. Me pareció que eso tenía sentido, y decidí seguir su consejo. Sabía que no podría dormir tranquila hasta que no estuviera completamente limpia y, aunque nadie desea pasar por más quimio, sabía que tenía que hacerlo. Dado el desacuerdo entre los médicos, tomé una decisión salomónica: seguir el consejo del médico del Bronx, pero hacer la clase de quimio recomendada por mi médica en Miami. Después de cuatro rondas de quimio, comencé los tratamientos de mantenimiento con las pastillas inhibidoras de PARP.

Comprendí que no importa el calibre de la institución donde consultes (aunque sean del calibre de John Hopkins a Sloan Kettering). En definitiva, tú eres el único que conduce tu propia cura, quien sienta las bases para la posibilidad y la esperanza. Por ejemplo, algunos pueden decir que estuvo de más que yo consultara con tres médicos diferentes después de mi cirugía. Pero tras mi experiencia con este cáncer surrealista, opero con cierta dosis de TEPT (trastorno de estrés post traumático), una precaución e hiper consciencia de mi cuerpo, lo cual diría que también fue lo que me mantuvo viva. En mi opinión, esta hiper consciencia alimenta la intencionalidad por la cual mi cura sigue siendo posible. Es la salsa secreta de mi estamina.

No sé qué me deparará el futuro, pero sí sé que la medicina tiene muchas formas, que quizás trabajando con lo que yo llamo la frecuencia personal, de alguna forma podemos guiar y asistir a nuestra propia sanación. Hay modalidades como el yoga y prácticas espirituales como los rezos regulares, que son formas obvias de elevar la frecuencia personal. La risa también es una herramienta fácil y confiable. Al parecer, cuando nos reímos alteramos la bioquímica de nuestro cuerpo, aflojando los restos de dolor y dificultad de nuestra alma y llenándola con claridad y alegría. Ver películas graciosas (algo que podría hacer más), o tomar una clase de yoga de risa (lo cual aún planeo hacer), relajarse con el placer simple de una buena risa, eso es exactamente la clase de entrega que da espacio para una sanación real.

Nuestra familia

Otro detalle crítico para sanar es la honestidad, una trasparencia incondicional. Para mí, esto implicó nunca guardar secretos sobre mi enfermedad ni pedirle a mi familia que lo haga. Los secretos sólo agregan toxicidad a la situación. El secreto oscurece un escenario ya oscuro. Yo escojo completa revelación, apertura y aceptación. No reprimo el hecho de la enfermedad ni mis sentimientos, y en cambio me aseguro de hablar sobre las cosas, de desahogarme e, idealmente, ayudar a otros que atraviesan desafíos similares.

Tener una actitud positiva no implica negar lo que estoy viviendo, sino aceptar mi realidad y sacar el mayor provecho de ella.

Tengo días difíciles en los que debo lidiar con los pensamientos y emociones deprimentes que salen a flote, y permitirme permanecer en ese estado triste y depresivo por un tiempo, pero con la intención de aclarar mis pensamientos y sentimientos y salir de ese bajón. Tener una actitud positiva no implica negar lo que estoy viviendo, sino aceptar mi realidad y sacar el mayor provecho de ella. Vivo mi vida en el presente, pero al mismo tiempo tengo proyectos y planes que me mantienen mirando hacia un futuro radiante y saludable. Me esfuerzo por vivir sin creerme con derecho y sin desear la perfección, sino con alegría y agradecimiento. Creo que un diagnóstico terrible no tiene que cerrar las puertas. Desde la oscuridad viene la luz de la oportunidad y el autoconocimiento. ¿No es increíble ver la belleza de la vida de alguna manera oculta en sus defectos?

¿Le pregunto a Dios por qué? Quizás. Pero lo que realmente pregunto es: “¿Qué quiere Dios de mí? ¿En qué debo enfocarme? ¿Cómo debo pasar mi tiempo? ¿Qué cambios necesito hacer? ¿Qué cosas buenas resultaron de todo esto?” A medida que voy aclarando estas respuestas, hay mucho aprendizaje y crecimiento personal.

Vivo cada día con una apreciación que es difícil de describir. Dios ha sido y siempre será mi inspiración y mi compañero. En cada rezo y bendición reconozco la presencia de Dios en este mundo y me fortalezco para no ser egocéntrica, asumo responsabilidad y hago elecciones valiosas que afectan mi futuro.

Abrazando la vida

A medida que acepto mis desafíos, intento no obsesionarme con el resultado de mis decisiones, porque sé que Dios está allí tomando mi mano como mi compañero en mi realidad en desarrollo. Cuando me despierto cada mañana y lo primero que digo es el rezo judío Modé aní (“Te agradezco Rey vivo y eterno, porque me has devuelto mi alma con compasión, tu lealtad es abundante"), reconozco verbalmente el regalo de Dios que restaura y vuelve a confiarme mi alma cada mañana. Estas palabras son muy sinceras, salen de un lugar muy profundo en donde casi puedo tocar la gratitud… Me atrevería a decir que es el momento más elevado de mi día y lo más cerca que llego a estar de Dios.

La fe parece ser una especie de valentía para vivir el desorden de la incertidumbre.

Cada día vuelvo a aprender que la fe no es lo mismo que la certeza. La fe parece ser una especie de valentía para vivir el desorden de la incertidumbre. Fe no significa tener las respuestas, sino tener el coraje de formular las preguntas. Significa hacerse amigo de lo desconocido, mirar su fea amplitud y llenarla con todo el amor de tu corazón. Con este manantial de amor, soy capaz de enfrentar los desafíos que brotan. A lo largo del camino, hubo un efecto contagioso de positivismo. Un flujo dominó de iniciativa. Un nexo causal de progreso y una cadena de reacción de autodefensa, optimismo radical e inquebrantable sobrevivencia. Lo que una vez parecieron ser círculos concéntricos de dolor y problemas se convirtieron en continuas reverberaciones de promesa y propósito. El miedo de no estar aquí ha profundizado mi sentido de presencia. Lo desconocido agudizó el amor que siento por lo que se ve. El sentimiento de aislamiento me hizo sentir más cerca de mi pueblo. Y la sensación de desesperanza, con el tiempo, construyó mi determinación en una roca sobre la cual puedo construir el resto de mi vida.

Por eso, cuando enciendo mis velas en la víspera de cada Shabat y paso esos sagrados momentos de conexión con lo Divino, sé que mi vida no ha sido para nada un círculo vicioso, sino una hermosa y compleja infinidad de esperanza.

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