Crecer como católica y el pasado oculto de mi abuela

19/02/2023

8 min de lectura

Durante la Segunda Guerra Mundial, mis abuelos europeos lucharon heroicamente contra el mal. Mi búsqueda espiritual reveló el sorprendente pasado de mi familia.

La primera vez que escuché hablar sobre las monstruosidades del Holocausto en mi escuela primaria católica, tuve que salir corriendo a vomitar al baño.

Si bien el resto de mi clase estaba impresionado, todos se recuperaron durante el recreo. Yo no. Ese día volví a casa después de la escuela y comencé a cuestionar a mi madre sobre el papel de nuestra familia en la guerra. Sabía que mi abuelo había luchado, pero quería aprender más.

En su lengua nativa de Luxemburgo, ella detalló cómo su padre se unió a la Resistencia para luchar con los norteamericanos y los civiles como parte de la clandestinidad norteamericana, en un esfuerzo por derrotar a los nazis. Mi abuelo vivía en el pequeño pueblo de Koetschette, Luxemburgo, y era el único hombre local que hablaba inglés, un idioma que había aprendido cuando viajó a Canadá unos 20 años antes. En secreto, él logró recopilar información que transmitió a los norteamericanos. Siendo un católico devoto, sintió que su deber era luchar contra el mal.

El documento de mi abuelo de la Resistencia. La traducción libre de lo que dice es: "Movimiento de Resistencia de Luxemburgo"

Mi abuela, que la mayor parte del tiempo estaba sola con tres niños pequeños, escondía a familias judías en el sótano de su casa en Koetschette. Una serie de golpes en la puerta trasera indicaba que venía más gente. Los golpes en rápida sucesión a la ventana de la sala de estar, significaban que todos debían ir rápidamente al bosque. Cada noche, acostaba a sus hijos vestidos con su ropa más abrigada, en caso de que tuvieran que salir corriendo en medio de la noche.

Ella contó sobre el fatídico día en que el silencio del mediodía fue interrumpido por el sonido de las motocicletas sobre las calles empedradas. En ese pequeño pueblo, nadie tenía vehículos motorizados. Debían ser los nazis.

Golpearon con fuerza la puerta principal. Mi abuela valientemente abrió un poco la puerta. Allí estaban dos soldados nazis, exigiendo hablar con mi abuelo. Sin duda habían recibido información de que él trabajaba para los norteamericanos, un delito punible con la muerte. Aferrada a la larga falda de mi abuela, mi madre observaba aterrorizada.

Mis abuelos

Con voz firme, mi abuela les informó que mi abuelo no estaba en la casa y que tendrían que regresar otro día. Mientras ella cerraba la puerta, uno de los soldados colocó su bota en la puerta e insistió en entrar a revisar por sí mismo.

Con un gesto de rechazo, mi abuela le respondió que tenía que lavar la ropa de los soldados alemanes (obligada) y cuidar a sus propios hijos, y que no tenía tiempo para esas tonterías. Con eso, inesperadamente los soldados dieron media vuelta y se marcharon.

Días más tarde, los golpes en la ventana le avisaron a mi abuela que estaban en peligro. Rápidamente reunió a los niños y a quienes se escondían en el sótano y corrieron ocultándose bajo a oscuridad de la noche, hasta llegar a salvo a un búnker secreto en el bosque, donde se quedaron durante dos noches. Allí una vez más se salvaron de los soldados nazis, a quienes escucharon hablar cerca de la escotilla del búnker. Mi abuela tapó con su mano la boca de su bebé para evitar que emitiera el más mínimo sonido. Nadie respiró hasta que los nazis se fueron.

Esa noche, mi abuela condujo el escape a la casa de unos parientes lejanos, donde se escondieron en el sótano. Luego mi abuela se enteró de que los nazis habían quemado por completo su casa. Mi abuelo era un hombre buscado y su familia corría grave peligro.

Mis abuelos y mi tía fuera de la casa en Luxemburgo, donde escaparon durante la guerra.

Al enterarse de lo que había sucedido, mi abuelo continuó luchando con la Resistencia y envió a mi abuela cartas en código. Él no podía visitarlos por miedo a que mataran a toda la familia. El tiempo que pasaron en el sótano pareció interminable. El sonido constante de las explosiones de bombas les impedía dormir. Sólo tenían bolsas de arpillera para cubrirse. Estaba frío, oscuro, húmedo y mohoso. Mi madre recuerda que pensaba en su muñeca, su único juguete, que se había quemado en la casa. La gente iba y venía, pero ella nunca sabía de dónde venían ni adónde iban. A veces había mucha gente, y ya no estaban sólo ellos tres y los ratones.

Cuando terminó la guerra, toda la familia emigró a los Estados Unidos. Viajaron en tercera clase en el Queen Elizabeth. Se establecieron en Mt. Vernon, porque allí mi abuelo tenía un patrocinador, un requerimiento para poder llegar a los Estados Unidos en ese entonces. Ese es el pequeño pueblo en el cual yo crecí.

De niña asistí a una escuela católica privada, y cada año hacíamos un Séder de Pésaj en conmemoración de la Última Cena. Me relacionaba con esto con una reverencia que estaba por encima de mi edad.

Pasó el tiempo y me convertí en esposa y madre. Mientras la mayoría de mis amigas decidían qué querían hacer con sus vidas, yo estaba ocupada criando una familia.

Éramos católicos y enviábamos a nuestros hijos a la misma escuela católica donde yo estudié de pequeña. De hecho, esa fue la primera escuela a la cual asistieron mi madre y una de sus hermanas cuando llegaron a los Estados Unidos. En esa escuela tuve el honor de conocer a Naomi Ban, una sobreviviente del Holocausto. Ella llegó para hablar en la clase de mi hijo y ofrecieron a los padres la oportunidad de participar de la charla. Yo fui.

Mi abuela en el tractor en Mt. Vernon

Mientras ella hablaba, se me puso la piel de gallina. Todo el tiempo me caían lágrimas silenciosas y mi alma estallaba de dolor. Nunca olvidaré el impacto que ella tuvo en mí.

En esa época mi matrimonio comenzó a derrumbarse, y también yo sentía que me derrumbaba. No sólo porque mi matrimonio había terminado… entendí que eso tenía que suceder.

Sino porque comencé a escuchar una pequeña voz interior, una voz que cuestionaba el eje mismo de mi fe. Silenciosamente recé pidiendo a Dios que me guiara.

Como si fuera por intervención Divina, encontré Aish.com. Como una esponja, comencé a absorber toda la sabiduría, la historia y la tradición judía que fui capaz. Leí historias increíbles de supervivencia, valentía y amor eterno. Historias que prueban que simplemente existiendo, el pueblo judío derrotó a quienes buscaban destruirlo.

También leí historias que contenían datos sorprendentemente familiares. Descubrí que las mujeres casadas observantes se cubren el cabello en público, algo que mi abuela solía hacer. Aprendí sobre los latkes. Mi abuela me enseñó a hacer latkes. Aprendí sobre la comida kósher y me di cuenta de que mi abuela me había enseñado a separar la carne de la leche. Ella también preparaba sopa con bolitas de matzá, una antigua receta familiar.

¿Cómo era posible todo eso? No parecía posible que hubiera aprendido esas cosas de las personas que conoció durante la guerra.

Mi abuela en Luxemburgo

La voz interior se volvió más fuerte. Incluso me hice una amiga judía. Ella había llegado a los Estados Unidos para tener citas más serias con un hombre que había conocido a través de Internet, y ese hombre resultó ser un cliente regular que se cortaba el cabello en el salón y spa que yo poseía y operaba. Rápidamente nos hicimos amigas. Le pedí que me enseñara sobre su religión. Al verla dudar, le dije que mis sentimientos tenían raíces profundas y no era simplemente algo superficial. Y por primera vez en mi vida, puse palabras a mi inexplicable anhelo y le dije que no podía liberarme del deseo de convertirme.

De hecho, lo dije: “Quiero convertirme al judaísmo”.

Ella me dijo que debía excavar más profundo y buscar mi verdad, que la decisión de volverse judío no puede tomarse a la ligera.

Reflexioné sobre mis sentimientos. ¿Cómo podía ser tan complicado algo que sentía que era lo correcto? ¿Cómo afectaría eso a mi familia? ¿A mi vida?

Al llegar a tener absoluta claridad respecto a que deseaba convertirme, anuncié mis intenciones a mis amigos y familiares. Mi madre estaba sorprendida, horrorizada sería la palabra que mejor describe su reacción. Ella protestó diciendo que nuestra familia era católica y siempre lo había sido, que eso equivalía a traicionar a nuestros antepasados.

Pensé en mi abuelo, un hombre que nunca tuve el honor de conocer, que arriesgó su vida por la libertad.

Pensé en mi abuela, quien arriesgó su vida para ocultar a familias judías. En ese momento, comprendí que al convertirme no estaba traicionando a mis antepasados… ¡los estaba honrando!

Sin apoyo, y sin mi querida amiga judía que para entonces se había vuelto a Israel, me embarqué en mi travesía.

Pedí una copia de la Biblia judía y comencé a leerla. Muchas de esas historias ya las conocía, pero en cierta manera eran diferentes. Me sonaban como verdaderas, y sentí que la conexión era más profunda. Sabía que estaba tomando la decisión correcta.

Pasó el tiempo y, mi hijo, al buscar información para un informe sobre la historia familiar en la escuela, le pidió a mi madre que diera una muestra de ADN para explorar más nuestro árbol genealógico.

Como ocurre con muchas familias, teníamos historias sobre nuestros ancestros y sabíamos que habían huido de su Austria natal en el 1800 para evitar la persecución. La razón se había perdido en la historia; sólo sabíamos que se habían establecido en Luxemburgo.

Sorprendentemente, mi madre accedió. Los resultados no fueron lo que podíamos esperar. ¡La prueba reveló nuestra ascendencia judía ashkenazí! De inmediato recordé todas las cosas judías que me había enseñado mi abuela. Recordé haber leído historias de judíos que al temer por sus vidas, se convirtieron al catolicismo, al menos externamente, con la esperanza de sobrevivir.

Se me ocurrió que tal vez esa fue la razón por la que nuestros ancestros huyeron de Austria: estaban escapando de la persecución religiosa, y tal vez en un primer momento, como una artimaña, se convirtieron al catolicismo. Al ver que el peligro persistía, ocultaron la verdad de su linaje judío y lo único que quedó fueron algunas pocas y valiosas tradiciones.

Ese momento solidificó lo que mi corazón ya sabía: de hecho, éramos judíos.

Continué con mis clases de conversión en línea, desesperada por conectarme de alguna manera con mis raíces. Mi padre, que se había mudado nuevamente a su estado original en Alabama tras divorciarse de mi madre, aceptó mi noticia con amor. Me dijo que lo único que le importaba era que yo creyera en Dios. Mi madre, quien se negó a creer los resultados del ADN y el hecho de que el apellido de la familia de mi abuela se encuentre entre los nombres de familias judías que vivían en Austria en la época en la que nuestros ancestros huyeron del lugar, me enfrentó con plena hostilidad.

Desde entonces, mi padre falleció y mi madre llegó a aceptar mi decisión, aunque todavía no la apoya por completo.

Ocho años más tarde, felizmente me volví a casar y nuestra familia ha crecido. Mis hijos aceptaron sus identidades judías y uno de mis hijos incluso trabaja en la escuela católica donde todos estudiamos, luciendo con orgullo su kipá.

Al vivir en una pequeña comunidad, definitivamente somos la minoría. Pero estamos orgullosos de ser parte del pueblo judío, una nación eterna que no puede ser extinguida. Cuando encendemos las velas de Shabat y recitamos las plegarias de nuestros ancestros, me siento sumamente bendecida.

Nunca sabré dónde, a lo largo del camino, nos perdimos, pero estoy sumamente agradecida por haber encontrado mi camino de regreso.

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