De la oscuridad a la luz

10/12/2023

4 min de lectura

Esta es la verdad: la enfermedad mental es brutal. La depresión es una bestia. Autolesionarse es un intento desesperado de mejorar las cosas. Y curarse es una lucha.

Las marcas en mis brazos casi han desaparecido. Pasaron de un suave círculo rojo a negro y azul y luego a un verde amarillento. Las heridas siguen doliendo al tacto, pero lo que me duele más no son las marcas mismas, sino la horrible marca de la vergüenza por haber hecho lo que antes era impensable: autolesionarme para lograr sobrevivir.

Nunca lo entendí. Nunca imaginé que necesitaría hacerlo. Necesitarlo, porque cuando me siento tan mal, estoy suficientemente desesperada como para hacer cualquier cosa con tal de disminuir el dolor y la tensión insoportable.

Era la última noche de Janucá, el final de un largo día dedicado a entretener a mis hijos, sostener en brazos a mi bebé con cólicos y tratar de mantener la casa con cierta semblanza de orden. Estaba sentada en la computadora, intentando ayudar a mi esposo con su trabajo de la universidad. Mi cerebro estaba sobrecargado y no podía concentrarme. Miré el reloj y vi que era tarde. La carga de trabajo que me esperaba cayó cobre mi cabeza con un golpe seco.

Dejé la computadora y me fui a lavar los platos. Pero la tensión se había multiplicado por diez y mis manos ya no me pertenecían. Algo dentro mío quería arrojar el vaso que sostenía, hacerlo añicos. Necesitaba desesperadamente expulsar esa tensión, esa locura que se había apoderado de mi cuerpo.

De alguna manera logré controlarme y seguí lavando los platos, pero después del tercer vaso me di por vencida. Arranqué los guantes de mis manos temblorosas y traté de abrir el moño de mi delantal. Mis manos no cooperaban y las tiras del delantal se enredaban entre ellas. Me costaba respirar. Finalmente logré desatar el nudo. Arrojé el delantal y me escapé a mi habitación.

Cerrar la puerta con un portazo me dio un pequeño respiro. Tomé el objeto que tenía más cerca. La desafortunada percha que estaba sobre la cama se hizo añicos, los pedazos volaron por todos los rincones de la habitación.

La tensión se negaba a disminuir. Me mordí el brazo izquierdo. Debió dolerme, pero sólo sentí entumecimiento.

Me tiré en la cama, esperando que vinieran las lágrimas y me liberaran de ese monstruo que parecía estar aplastando mi cerebro y secuestrando mi cuerpo. Pero las lágrimas eran tercas y, desesperada, me mordí. Fuerte. Primero mi brazo derecho.

Apenas lo sentí. Corrí por la habitación como una rata enjaulada, desesperada por encontrar una salida. La tensión no disminuía.

Me mordí el brazo izquierdo. Debió dolerme, pero sólo sentí entumecimiento. Sin embargo, esta vez las lágrimas se liberaron y me quedé en la cama, sollozando incontrolablemente, expulsando el dolor insoportable. Dejé que las lágrimas fluyeran, volviendo lentamente a mi yo verdadero. Luego hubo silencio y mis lágrimas se acabaron. Miré el techo, pero no veía nada.

Entonces, a través de la neblina, escuché que mi bebé lloraba. Me levanté de la cama y fui a calmarla. Intenté darle palmaditas hasta que se durmiera, pero sus gritos sólo se intensificaron. Suspirando, la levanté y fui a acostarme en el sofá del comedor.

Acurrucada contra mi pecho, mi pequeña niña se fue quedando dormida. Su suave respiración logró calmar mi propia respiración, provocando una profunda tristeza.

Aturdida, mis ojos vagaron por la habitación a oscuras y llegaron a las llamas parpadeantes de la Menorá. ¿Habían pasado sólo unas horas desde que encendimos las velas? Habíamos cantado con los niños canciones de Janucá, mientras comimos las últimas donas y tratamos de capturar los recuerdos con la cámara. Todo había sido tan hermoso. Y ahora, todo había cambiado.

Me invadió una sensación de desesperación y desánimo. Cerré mi mente y simplemente miré la luz de la menorá. Las llamas parecían bailar en la oscuridad, calmando mis emociones desgarradas. Mis párpados se iban cerrando. Traté de cerrarlos para poner fin a esa noche miserable, pero seguían abriéndose. Hipnotizada, observé las llamas azules y rojas, su anhelo de subir sólo para volver a caer. Lentamente, las llamas fueron disminuyendo hasta convertirse en meras gotas de fuego anaranjado sobre las mechas ennegrecidas. Luego todo quedó oscuro.

Janucá este año

Ya pasaron seis años y recuerdo esa noche terrible. Me resisto al deseo de cubrir el dolor y pretender que las velas de Janucá me dieron esperanzas.

En cambio, diré la verdad: la enfermedad mental es brutal. La depresión es una bestia. Autolesionarse es un intento desesperado por mejorar las cosas. Y curarse es una lucha. Una batalla silenciosa, solitaria y dolorosa.

He sufrido con la enfermedad y he luchado con la vergüenza. Con los años, pedí ayuda. He visto terapeutas y psiquiatras. Trabajé sobre el trauma, DBT, terapia de grupo, asesoría matrimonial y terapia de juego para mis hijos. De vez en cuando encuentro individuos que pueden escuchar sin juzgar. Y comparto mi historia. A veces más y a veces menos.

Hay partes de mi enfermedad que ya he aceptado, pero hay otras (como el hecho de autolesionarme), que no puedo comprender. ¿Yo? ¿Dañarme a mí misma? Me avergüenzo.

Y está bien. Porque es un proceso y hubo progreso del cual puedo estar orgullosa.

Este año, cuando me siento frente a las velas de Janucá con mi esposo y mis hijos, cantamos Maoz Tzur, comemos donas y jugamos con el sevivón. Las llamas bailan frente a mis ojos, y dentro de mi corazón me alegro. Porque incluso mientras sigo luchando contra la depresión y a veces vuelvo a caer, he llegado muy lejos. Y sé que con ayuda de Dios, con apoyo y mi determinación, puedo seguir avanzando.

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