Crecimiento personal
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Mis tres pequeños hijos y yo enfrentamos el bien, el mal y vivimos durante la guerra.
–Mami, ¿eso es una plaza? —me preguntó Guefen.
–No, no es una plaza —le respondí mientras maniobraba el cochecito del bebé por el camino rocoso que lleva a Monte Herzl, el cementerio militar de Israel.
Observé sus serios ojos de tres años, observando la escena que la rodeaba, tratando de entender el mundo tanto como le fuera posible. En cierta forma esperaba que se distrajera y lo olvidara. Me pregunté cuánto entiende mi hija todo lo que ha cambiado la vida desde el 7 de octubre, cuando mi marido regresó rápidamente de la sinagoga para empacar su bolso del ejército. Antes de que pudiera darme cuenta, estaba en la puerta de nuestra casa con nuestros tres hijos, observando cómo mi marido se alejaba en el auto. Él está trabajando duro entrenándose y cumpliendo misiones. En casa, los niños y yo lentamente nos vamos adaptando a la vida cotidiana en un estado de guerra.
Jananel se mueve en su silla, ansioso por escapar del cochecito y seguir a la fila de gente que camina rápida y solemnemente pasando al lado de las tumbas de los soldados caídos, cada una cuidada con amor y esmero.
No estaba completamente segura de que tuviera sentido ir al cementerio militar con mis tres hijos pequeños, pero seguí adelante para llegar al funeral de Uriá Mash, un soldado de un asentamiento vecino. No lo conocí personalmente. Vi el anuncio de su funeral y cómo había muerto luchando en Gaza la noche previa.
Antes del 7 de octubre, probablemente él no era un soldado en servicio activo. Era el esposo de una mujer que lo amaba, y el padre de cuatro niños, con uno más en camino. Su mente, como la de mi esposo, probablemente estaba muy lejos del mundo del ejército. Pero como tantos otros hombres leales a su país, él regresó al ejército en el instante que lo llamaron.
Uriá Mash, de bendita memoria.
Acomodé el cochecito de bebé a cierta distancia de la ceremonia y recé para que nuestra presencia no molestara.
Guefen me miró y preguntó:
—¿Por qué hay tanta gente?
Me arrodillé y le dije:
—Están aquí porque muchas personas amaban a un hombre que era muy valiente, bueno y fuerte. Era un soldado, y quería mantener segura a Israel. —Esperé que mi respuesta la dejara satisfecha.
—¿Como Aba?
—Sí, como Aba.
—¿Por qué él se fue para cuidar a Israel?
Le expliqué que en este mundo hay muchas personas buenas, pero también hay algunas malas… muy malas.
—¿Cómo el faraón? —me preguntó, con una chispa de reconocimiento en sus ojos.
—Sí, muy parecidos al faraón.
—Y también estaba Moshé —dijo Guefen afirmando con la cabeza, poniendo las cosas en orden.
—Sí, me imagino que él era muy parecido a Moshé —le respondí. Me sentí conectada con los judíos que habían estado en la costa del Mar Rojo sin tener otro lugar a donde ir, cuando Dios les partió el mar.
—¿Por qué están tristes, mami? —me preguntó Guefen llevándome de regreso al cementerio repleto de gente. Observé todos los ojos rojos, devastados, y no supe cuánto responderle.
—Porque ahora el mundo está un poco roto, y necesitamos arreglarlo.
Ella se quedó en silencio. Pero de repente yo me sentí sobrepasada por todo, por la forma en que fuimos masacrados, nuestras mujeres violadas, nuestros bebés asesinados, nuestros hijos arrastrados a profundos túneles en Gaza. Sentí el peso de todo lo que había pasado en las últimas semanas, dando vuelta el mundo patas arriba y de alguna manera llevándome al cementerio Monte Herzl con mis hijos mientras mi esposo lucha en alguna parte en o cerca de Gaza.
Se me hizo un nudo en la garganta. Observé a los amigos y parientes del hombre que falleció y miré a mis propios hijos, que ahora jugaban en silencio con Eliav, el bebé, observando su pequeño puño agarrar la pequeña bandera de Israel que yo puse sobre nuestro cochecito.
"Gracias", le dije a Uriá, el soldado que murió en la batalla, comprendiendo por qué había llegado hasta allí. "Gracias por todo. Gracias, porque por ti Hamás está más lejos de poder llegar a mis hijos. Porque por ti, mis hijos con la ayuda de Dios nunca tendrán que luchar contra ellos".
Pero decir gracias no es suficiente.
Pensé en mi propio marido, y pensé en cada soldado. Pensé en cada esposa y cada familia en este país y me sentí abrumada y de repente determinada.
—¿Tenemos miedo, Guefen? —le pregunté y de inmediato esperé no haberla asustado con la aleatoriedad de la pregunta.
Ella me miró y negó con la cabeza.
—¿Por qué nunca, nunca tenemos miedo? —La presioné, porque si hay algo que debo inculcar a mis hijos es esto:
—Porque tenemos a Hashem —me respondió con simpleza.
—Así es.
"Y Él puede partir los mares".
Guie a mis hijos saiendo del cementerio para regresar al auto, ofreciendo a Dios otra plegaria para que proteja a mi esposo y a todos los soldados.
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