Por qué mi madre iraní no quiso que yo me convierta en una fanática religiosa

29/11/2023

7 min de lectura

Yo crecí en una dictadura religiosa en Irán. Es por eso que mi madre no quería que los rabinos me “lavaran el cerebro”.

Hace ocho años, cuando mi madre se enteró que yo estaba comprometida, ella compartió las felices noticias con cada amiga, pariente y carnicero de la ciudad. Pero cuando me vio vestida con un elegante sombrero la primera noche de Rosh Hashaná (me había casado tres meses antes) ella gentilmente me llevó a un lado, me dio un humeante plato de arroz persa con azafrán y dijo, “solamente quiero que sepas que, si alguna vez te pones una peluca, me mato”.

Esta exagerada amenaza maternal resonará con muchas personas en mi comunidad judía iraní. Puede incluso sonarles conocida a judíos no iraníes que crecieron en hogares no ortodoxos o seculares que luego se hicieron religiosos y ahora deben navegar un delicado —y a menudo cómico— balance entre vivir vidas observantes de Torá y mantener una buena relación con sus padres menos observantes.

Mi madre y yo

Como decenas de miles de judíos iraníes, yo crecí en un hogar judío tradicional. El casamiento mixto con un no-judío era incomprensible y las cenas de Shabat con la familia eran absolutamente sagradas. Nadie, tuviera 17 o 70, se atrevía a hacer planes los viernes por la noche más que asistir a la cena de Shabat.

Pero teníamos una forma interesante de santificar Shabat: mi madre encendía velas de Shabat, mi padre recitaba bendiciones sobre el vino y el pan mientras nuestros invitados salivaban impacientemente los intoxicantes aromas de estofados y arroz persa y una vez que acababan los rezos, cada uno de nosotros se preparaba un rebosante plato de comida y procedía a correr hacia la televisión. Yo crecí en los años 90 y mis primeros recuerdos de Shabat incluyen disfrutar de docenas de hojas de parra rellenas mientras veíamos partidos de básquetbol en la televisión. Pero nuestra familia tenía la misma práctica en la noche de Shabat en Irán posterior a la revolución: tomábamos nuestros platos de manjares persas y corríamos a la televisión para burlarnos de los programas de “noticias” de propaganda financiados por el estado.

En Irán, algunas comunidades judías eran famosas por ser más observantes de la religión que otras. Pero había un tácito entendimiento entre muchos en la comunidad judía de Irán que como minorías que fueron perseguidas durante varios milenos, nosotros habíamos “cumplido nuestra parte” y no teníamos necesariamente que adherirnos al judaísmo ortodoxo.

Ciertamente, éramos minoría dentro de una minoría; Irán es casi 99% musulmanes chiitas y los judíos constituyen un diminuto porcentaje de ese uno por ciento restante, que también incluye cristianos, bahaíes y zoroastristas. Durante cientos de años, muchos en la comunidad musulmana general trataron a los judíos como ritualmente impuros y los judíos rara vez se casaban con no-judíos. Con matrimonios mixtos casi inexistentes y una comunidad que había mantenido una irrompible continuidad judía durante 2700 años, vivir de acuerdo con una práctica judía estrictamente ortodoxa parecía superfluo.

Pero todo eso cambio cuando casi el 90 por ciento de la comunidad judía de Irán de 100,000 dejó el país después de la Revolución Islámica en 1979 que convirtió a Irán en una teocracia fanática musulmana. Repentinamente, la garantía de la continuidad judía parecía peligrosamente frágil. Una vez que llegamos a Occidente, aprendimos que algunos judíos iban al cine los viernes por la noche, otros despreocupadamente ordenan sándwiches de tocino y otros se casan con no-judíos y disfrutan de bocadillos de tocino en sus bodas de viernes por la noche. Yo nunca había visto cosas como esas en Irán.

Mi padre y yo, 1989

Mi familia (e irónicamente mi madre) está orgullosísima de nuestra identidad judía, también nos sentimos profundamente merecedores de ella, dadas las brutales dificultades que los judíos persas enfrentaron por milenios. Nuestra identidad judía es sin duda nuestra identidad primaria.

Sin embargo, yo nunca asistí a escuela judía durante la semana (o incluso escuela judía de domingo) porque esas experiencias eran lujos inalcanzables para mi familia de refugiados. Mi conocimiento sobre judaísmo estaba entre el campo de tradicionalismo “siempre lo hemos hecho así” y una resignación “lo que practicamos es suficiente”. Por ejemplo, colgamos una enorme mezuza de metal en el marco de nuestro departamento, pero nunca nos preocupamos de revisar si el rollo de adentro era kósher. Eso más o menos resume mi educación judía: ferozmente orgullosa y tradicionalista, pero sin adherir a los detalles de la ley judía.

Mi familia

Y entonces ocurrió: fui a la universidad en una ciudad pequeña y algunos de mis pares que nunca habían conocido un judío comenzaron a hacerme una variedad de preguntas sobre judaísmo. Yo estaba muy avergonzada porque durante años había estado orgullosa de dominar los estudios seculares, particularmente historia y, sin embargo, mi fluidez en judaísmo era la de un niño de 2 años. Me había registrado en más de media docena de clases avanzadas y podía fácilmente hacer referencia a hechos históricos, pero cuando se trataba de judaísmo, no distinguía a Maimónides de Moisés.

Todo lo que sabía de la historia de Pésaj había sido derivado de mirar las repeticiones anuales de la película “Los Diez Mandamientos” de Cecil B. Demille mientras disfrutaba platos llenos de arroz persa, estofado y matzá durante los cortes comerciales en nuestro séder familiar.

Me di cuenta de que algo estaba faltando. Necesitaba muchas más respuestas sobre lo que significaba ser judío.

Un día, durante mi primer año en el otoño de 2001, descubrí una copia del libro de Isidore Fishman de 1978, Introduction to Judaism en un librero de mi campus y pasé las siguientes tres semanas enseñándome a mí misma sobre valores del judaísmo. Después de dos años, me transferí a otra universidad, en donde me hice muy activa en vida judía e incluso aprendí a leer un rudimentario hebreo con la ayuda del director ejecutivo de la fraternidad judía local.

Al completar mis estudios de pregrado, regresé a casa y sentí una palpable falta de vida judía, dado que me había “graduado” de las cenas de Shabat semanales y sus eventos. Mi hermana mayor me insistió que visite una sinagoga llamada Aish en mi ciudad.

En Aish conocí a docenas de otros jóvenes judíos profesionales que habían crecido en comunidades no religiosas y estaban abiertos a aprender más sobre los valores del judaísmo a través de clases interesantes que llegaban al alma. Conocí familias locales que amablemente me recibieron a mí y a otros profesionales jóvenes para almuerzos de Shabat cuando estaba irreversiblemente inspirada por experimentar el difícil pero también gratificante "dejar de trabajar", conducir y otras tareas mundanas en Shabat.

En el 2009, pasé varias esclarecedoras semanas en el programa JEWEL de Aish Jerusalem, el cual ofrece un estudio introductorio integral y visitas y paseos por el día para mujeres jóvenes. En ese encantador espacio de conferencias estilo socrático en Ramat Eshkol, nunca me había sentido tan en casa.

Mi madre no sabía qué pensar. Ella me rogó que siguiera comiendo en su casa cuando regresara, llamando incesantemente para asegurarse de que no me hubieran “lavado el cerebro”, y luego llamaba nuevamente para pedirme que rece fervientemente por nuestra familia en el Muro de los lamentos y que llevara candelabros de Shabat de Israel. Me encantaba su ambivalencia.

Durante mi primera semana en JEWEL, me senté bajo un olivo, contemplé las colinas de Jerusalem bañadas por el sol y comencé a leer la sección de la Torá en donde Dios le ordena a Abraham, “Ve para ti… a la tierra que te mostraré” (Genesis 12:1). Bajo la sombra de ese sereno jardín en Jerusalem, encontré mi esencia.

Le expliqué que nadie me estaba forzando a nada; no me estaban lavando el cerebro y mi mundo no se estaba encogiendo. De hecho, se estaba expandiendo.

Estaba conectándome con mi verdadero yo, pero también entendía los temores de mi madre, que eran dos: primero, ella creía que si yo adhería a interpretaciones más estrictas de la halajá, ley judía, aparentemente anularía sus propias practicas judías, considerándolas “insuficientes”. Segundo, mi madre temía que mi crecimiento en observancia religiosa creara un espacio irreparable entre nosotras.

Cuando regresé a casa, invité a mi madre y padre a mi departamento para una cena de Shabat; quería que mi madre supiera que aún podemos estar juntas para cenas de Shabat (y como beneficio agregado, ella no tendría que esforzarse por cocinar porque yo era la anfitriona). Esa noche, hablé con ella y reconocí que dado su trauma (y el mío) en Irán postrevolución, en donde el fanatismo religioso fue violentamente forzado y empaticé con él porque ella estaba desconfiada y temerosa de cualquier observancia religiosa que ella percibía como “demasiado”. Expliqué que nadie me estaba obligando a comprometerme a crecer en judaísmo; no me estaban lavando el cerebro y mi mundo no se estaba encogiendo. De hecho, se estaba expandiendo.

Yo casada, noten el sombrero

Mi madre fue compasiva pero escéptica. Pero yo me mantuve firme en la creencia de que como la intersección en un diagrama de Venn, había espacio para que mi crecimiento judío no solamente existiera al lado, sino que también incluyera a mis padres. Después de todo, yo no me estaba convirtiendo a una nueva religión; estaba 'retornando' (que es el significado literal de teshuvá, a menudo mal traducido como 'arrepentimiento') a la forma de vida que nuestra familia había mantenido y apreciado por milenios.

Mi madre es sensible con el tema de cubrirse la cabeza, porque nosotras fuimos obligadas a usar el hijab cuando estábamos en Irán.

En los años desde que regresé a casa, me casé con un judío iraní que también llegó a la observancia tradicional mas tarde en la vida y hemos sido anfitriones de innumerables cenas de Shabat y Iom Tov. Mi madre comenzó a tener una casa estrictamente kósher, al comienzo para invitar a sus hijos (y nietos). Una tarde, ella casualmente comentó, “Yo también quería hacer la cocina kósher para mí y para tu papá”.

Nos acercamos porque ahora ella entendió mi mundo. Por mi parte, yo reconocí su historia. Mi madre aún era sensible a los cobertores de cabeza, especialmente pelucas porque fuimos obligadas a usar el hijab obligatorio, o cobertor de cabeza islámico en Irán. Una vez casada, llegamos a un acuerdo y compré elegantes sombreros.

Mi camino de crecimiento y aprendizaje sigue siendo continuo, pero está anclado por una instrucción eterna que Dios le dio a Abraham, el primer judío: “Ve para ti”. Incluso si de vez en cuando, tienes que llevar a tu madre contigo en el camino.

Haz clic aquí para comentar sobre este artículo
guest
0 Comments
Comentarios en línea
Ver todos los comentarios
EXPLORA
ESTUDIA
MÁS
Explora
Estudia
Más
Contacto
Lenguajes
Menu
Donar
Únete a nuestro newsletter
Redes sociales
.