Mi fe quebrantada, descolorida y torcida

10/05/2023

5 min de lectura

Una Estrella de David torcida se convirtió en la representación perfecta de mi conexión con el judaísmo.

Tenía 38 años y estaba embarazada de un bebé que parecía haber evolucionado mágicamente, sin intención ni planificación, aunque tengo que admitir que desde que tenía 20 años algunas veces consideré la maternidad. Estaba casada y trabajaba a tiempo completo como editora de una revista legal en el área de la bahía de San Francisco; era una judía orgullosa pero poco afiliada con una sinagoga en Berkeley. La confirmación de que había un bebé en camino fue la concretización de esperanzas extremas aplazadas durante mucho tiempo.

La exuberancia de mi nuevo estado corporal y mental impregnaba cada momento. No permitía que nada perturbara los sentimientos de felicidad y la buena suerte que me había llegado inesperadamente. Siempre había sido una persona un poco irregular, desafiante en cuanto a cumplir con las expectativas sociales y con las "inusuales" relaciones que escogí tener. Ahora seguiría por un camino probablemente convencional, lleno de baby showers, libros y preparación física para un trabajo de parto que, secretamente, me atemorizaba.

Mi judaísmo, hasta ahora en el trasfondo de mi vida, de repente dio un paso al frente y parecía insistir en ser parte del espectáculo prenatal. Pirkei Avot dice que hay tres cosas que sostienen el mundo: la Torá, las plegarias y los actos de bondad. Comprendí que yo también necesitaría una gran cantidad de sustento, y comencé a leer fragmentos del libro sagrado, a rezar por lo menos dos veces al día y a ayudar a otros tanto como era humanamente capaz.

Un día de marzo, mi vida feliz colapsó con terroríficas consecuencias a largo plazo.

Entonces, un día en marzo, mi vida feliz colapsó con terroríficas consecuencias a largo plazo. Un embarazo normal y ordinario terminó en una cesárea de emergencia y el pediatra diagnosticó a mi hijo con ictericia, desequilibrio de electrolitos, trombosis cerebral e insuficiencia cardiaca. De pronto, mi esposo y yo nos vimos enfrentados —como mínimo— con el espectro de una internación a largo plazo en la UTI pediátrica y las hirientes palabras de su equipo de 14 médicos respecto a que no era probable que nuestro bebé sobreviviera.

Mi enojo ante la aparente injusticia del mundo no tenía límites, unido a una completa (y sin precedentes) pérdida de fe en la posibilidad de un mundo amigable y virtuoso. ¿Por qué Dios permitía que la vida de mi hijo pendiera de un hilo?

Mi esposo estaba abatido, desempleado y nuestro matrimonio se hundía. Nada parecía poder brindarnos socorro y buenas expectativas. Finalmente, él nos abandonó a los dos, regresó a Canadá, a esa vasta expansión de tierra en la que nunca pudimos encontrarlo. La familia y los amigos parecieron alejarse de la enorme carga que significaba tener un niño con múltiples enfermedades. Ellos también estaban abrumados por compartir los reportes médicos y los pronósticos de mi hijo. Me sentí desconectada del mundo y todos mis rezos parecían inservibles para ayudar a mi hijo.

Recuerdo que en la escuela de postgrado de la Universidad leí las palabras atribuidas a T.S Eliot, respecto a que a veces simplemente no existen palabras para describir sentimientos y eventos. Yo ya no tenía palabras (una persona que había celebrado la belleza del idioma inglés), y medía mis momentos anticipando y examinando las malas noticias que seguramente llegarían sobre ese ser pequeñito que vivía en el quinto piso del Hospital para niños, con infinitos tubos conectados a su cuerpo y constantes médicos y enfermeras a su alrededor.

El campeón

En julio, el Dr. Dodd, el jefe de cardiología que monitoreaba a mi hijo, Nils, me llamó a su oficina. “Hoy le vamos a dar de alta", me dijo. “Su condición respondió milagrosamente a todas las terapias, pero aún no está completamente fuera de peligro. Habrá muchas consultas de seguimiento y visitas tres veces por semana a diversos especialistas. Pero la buena noticia es que esta tarde puedes llevarlo a casa”.

Al estar sentada allí, sentí terror de no poder hacerme cargo del cuidado y de las potenciales complicaciones que mi hijo pudiera experimentar. Cuando en medio de lágrimas dije que nadie había esperado que mi hijo sobreviviera y que yo estaba aterrorizada de que su estado todavía fuera delicado y no viable, el Dr. Dodd me dijo algo que nunca olvidaré: “La tendencia de la vida es continuar. El de Arriba quiso que este niño sobreviviera”.

Mientras yo lloraba, él se acercó, me abrazó y me dijo algo más: “Los 14 miembros del equipo médico de Nils lo llamamos 'Campeón', ¡y no sabíamos que todos le habíamos puesto el mismo apodo!”

Le conté que el nombre Nils en sueco significa “campeón” y que le dimos ese nombre en honor a mi padre Nathan (“Natán” en hebreo, significa regalo de Dios).

“¡Recuerda cuánto luchó él para sobreponerse a los obstáculos y sobrevivir!”, me dijo el Dr. Dodd. “Tú tarea será luchar siempre mucho por él. ¡Aférrate a él con todo tu ser!”.

Retorcido y verdadero

Salí del hospital y fui a mi barrio favorito para finalmente comer algo. Mientras pensaba en las malas cartas que me habían tocado (un niño desesperadamente enfermo cuyo futuro médico seguía siendo incierto, una familia indiferente, significativos problemas financieros, una pareja que se había escapado en medio de nuestro trauma familiar), estacioné el auto, me bajé y busqué en mi bolso una moneda para poner en el parquímetro cercano. Me sentía un poco mareada e inestable, la moneda se me cayó y rodó a la base del parquímetro.

Cuando me agaché para levantarla, vi que allí había una cadena con una Estrella de David torcida. Mi primer pensamiento fue que era una ironía que la encontrara yo, una persona judía.

Pero entonces pensé que la Estrella de David era en realidad una representación objetiva de mi propia fe quebrada, que se disolvió al tener que enfrentar las duras circunstancias de mi mundo inmediato y las urgentes contingencias médicas que experimentaba mi hijo. Como en los alrededores no había nadie más, entendí que ahora esa Estrella de David era mi propio artefacto de fe. Ese símbolo, quebrado, descolorido y torcido, pero en gran parte intacto, había entrado a mi vida por una razón. Siempre sentiré que encontrarla no fue obra del azar. Fue casi como si el universo me estuviera regañando por la falta de fe que experimenté principalmente como resultado de los problemas médicos de mi hijo.

Esa forma torcida de la Estrella de David implícitamente me comunicaba que la fe no era sólo un ejercicio inconexo en una parte de la vida de uno que transcurre en la sinagoga, sino el eje principal en el cual deben basarse todos los pensamientos y los sentimientos. La fe era nada menos que conectarse con el Gran Energizador, la central que otorga energía al ser humano.

La Estrella de David fue la epifanía que necesitaba, lo que me faltaba para creer que los milagros eran posibles.

Levanté la Estrella de David y dije dos de las pocas palabras que sé en hebreo: "Modé aní" (agradezco yo). No importaba que esa fuera una plegaria tradicional que se dice por la mañana. En ese momento yo estaba agradeciendo al universo porque un evento fortuito —encontrar la Estrella de David—, me llevó de regreso al sendero del judaísmo del cual temporariamente me había alejado. La Estrella de David fue la epifanía que necesitaba, lo que me faltaba para creer que los milagros eran posibles… Y que mi hijo siguiera vivo era uno de esos milagros.

De vez en cuando me pregunto si debería tratar de enderezar la estrella de David para devolverle su perfección previa, pero siempre llego a la misma conclusión: elijo usarla doblada y torcida, tal como la encontré, para recordar que también mi fe estaba en ese estado cuando hallé la cadena. La uso porque es un ejemplo de mi fe y refleja el curso divino de mi vida, en la cual el judaísmo es una parte inalienable e intrínseca.

Gracias a Dios, mi hijo está bien y hace poco recibió su segunda maestría en Bibliotecas y Sistemas de Información en la Universidad de Carolina del Norte. Es un historiador especializado en la Guerra Civil y su primer libro fue publicado en Blackburg, Virginia, cerca de donde una vez se libró la Guerra Civil de los Estados Unidos.

Encontrar la Estrella de David me recordó algo que dijo Einstein alguna vez: "Dios no juega a los dados con el universo".

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