Adiós al tocino

25/01/2023

4 min de lectura

Para cualquiera que contempla las leyes de kashrut, la decisión se reduce inevitablemente a una cruda aritmética culinaria.

Para cualquiera que esté contemplando comenzar a respetar las leyes de kashrut, la decisión se reduce inevitablemente a una cruda aritmética culinaria. Si decides apartarte de la comida taref (no kósher), muy pronto te encontrarás dividiendo mentalmente todo lo comestible en tres grupos principales.

En el primero, titulado "Comida que probablemente no voy a extrañar", yo puse cóctel de gambas, calamares fritos y sándwiches de jamón, todos los cuales siempre me han gustado pero ninguno de los cuales, me di cuenta, extrañaría si decidiera dejarlos de lado para acercarme de vuelta a la fe de mis padres.

Luego vienen las hamburguesas con queso, que yo puse en el segundo grupo, "Comida que probablemente voy a extrañar", junto con las ostras que me encantaba comer acompañadas de un martini seco y la langosta con mantequilla que preparábamos en las frescas tardes de verano con mi familia.

Pero el grupo número tres, reservado exclusivamente para “Comida sin la cual no podría imaginar vivir”, contenía un solo ítem: tocino.

Después de todo, fue mi pecado original, el instrumento de mi caída en desgracia.

Pasé la primera década y media de mi vida felizmente inconsciente de su aroma o su sabor, creciendo en un hogar kósher en Israel, donde un buen cholent era la cima de la gastronomía cárnea.

Y luego, un día, atravesando la pubertad, visité la casa de un amigo y olí algo trascendente. Entendí, con ese solo aroma, lo que debe haber sido pararse en el antiguo Templo y aspirar el humo que se elevaba de las ofrendas quemadas, cada respiración aclarando más y más las afinidades espirituales que existen entre la carne y lo divino.

Le pregunté a la madre de mi amigo qué estaba cocinando y me respondió que era tocino. Bien podría haber dicho kryptonita, ya que, el tocino era una sustancia que nunca imaginé que realmente existiera en el mismo planeta que yo habitaba. Me preguntó si quería una tira. Sin pensar, dije que sí.

Te confieso algo, me encantó. El atractivo fue más que gustativo, fue emotivo. Comer tocino era como comulgar en una religión de mi elección, deshacerme del yugo de la tradición que mis padres pusieron sobre mi espalda sin mi comprensión ni consentimiento. Todavía creía en Dios, todavía me sentía profundamente judío, todavía estaba orgulloso de mi herencia, pero con cada bocado crujiente y grasoso sentía que estaba forjando mi propio camino hacia adelante, un camino que no requería renunciar a los placeres de la vida para declarar mi lealtad a mi pueblo y mi fe.

He dado una versión de este sermón a menudo, con frecuencia durante los desayunos buffet donde el tocino ocupaba el lugar que le correspondía, junto a los huevos fritos. “Los días de las ofrendas en el Templo”, dije con la boca llena, “han quedado atrás. Dios, seguramente, nunca habría creado tal esplendor culinario como el tocino solo para prohibirnos disfrutarlo”.

Cada bocado que comía era como un tratado teológico, porque el tocino, a diferencia de todos los demás alimentos prohibidos, no era solo una comida prohibida, era una sinécdoque para todo el reino taref de lo prohibido, una metáfora de la relación complicada y difícil entre Dios y su pueblo elegido. Yo lo disfrutaba deliberadamente, conscientemente. Era, creía, el instrumento de mi liberación.

Cuando me hice mayor y la sabiduría de las viejas ideas judías brilló intensamente, cuando la kashrut volvió a convertirse en algo relevante, dudé durante mucho tiempo si volver a comer kósher, principalmente por el tocino. Renunciar al tocino se sentía como una rendición. Pero me di cuenta de que nunca iba a ser capaz de racionalizar mi camino hacia la sumisión. Si iba a volver a las purezas de mi juventud, tenía que tirarme a la piscina y hacerlo.

Al principio, cada comida me generaba una pequeña angustia, por el tocino que no estaba allí. ¿Esta hamburguesa era realmente buena sin una o dos tiras encima? ¿Era esa ensalada realmente saludable sin los maravillosos trocitos desmenuzados encima? Y, lo más importante, ¿acaso mi espíritu crecía a pesar de que mi cintura se reducía?

Obtuve mi respuesta una agradable tarde en la calle. Iba a toda prisa hacia algún lugar cuando pasé por un café al aire libre donde una joven acababa de recibir su pedido: un sándwich de tocino, lechuga y tomate, el maravilloso sándwich que yo había pedido en tantas noches de borrachera. Disminuí la velocidad, permitiendo que el olor familiar se asentara en mis fosas nasales. Esperaba sentirme nervioso, enojado, angustiado. En cambio, sentí lo que podría haber sido la mayor calma de mi vida.

No fue la calma de la comprensión: todavía no puedo articular completamente por qué decidí volver a comer kósher. Era la calma del dominio y del misterio, de saber que mi alma, respondiendo a extrañas señales del pasado primordial, está siendo llamada a hacer algo que aún no comprende pero que todavía puede hacer: obedecer a un Poder superior y ordenarle a la garganta que haga Su voluntad.

Al no comer tocino, en otras palabras, me sentí completamente en control pero cediendo al mismo tiempo completamente el control a un poder superior, que es, posiblemente, la mejor descripción de la vida que encontrarás alguna vez.

Ya han pasado varios años sin cerdo, y cada día extraño menos el tocino. El tocino es genial, pero vivir una vida con significado es aún mejor.


Este artículo apareció originalmente en Tablet Magazine

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